Crecí con la idea de que ser poeta es algo propio de personas realmente excepcionales, mientras que con la prosa cualquiera puede atreverse. Tal vez la culpa la tenga la escuela, que me inculcó una especie de temor reverencial frente a cualquiera que escriba versos. En general, los libros de texto y los profesores describían a los poetas como hombres superiores, con grandes virtudes y a veces vicios fascinantes, en diálogo permanente con los dioses gracias a las musas, capaces de mirar hacia el pasado y hacia el futuro como ningún otro ser humano, y naturalmente con un talento lingüístico excepcional. Los percibía como paralizantes; a partir de cierto momento reconsideré su valor. Pero no el valor de sus textos; al contrario, me convertí en una lectora empedernida de poesía. Hoy siento por la poesía una devoción absoluta. Adoro sus conexiones tan inesperadas y arriesgadas que pueden parecer indescifrables. Estoy convencida de que escribir versos mediocres es un pecado mortal. Y si siguiéramos narrando en verso, como se hizo durante siglos, yo, por pudor, no escribiría. Aunque después de una larga batalla la prosa ha ocupado espléndidamente todo el espacio de la narración, en el fondo, debido a su constitución, se me antoja inferior y en cierto modo menos exigente. Además, quizá una ambición mal encauzada me ha empujado desde niña a excederme con la finura verbal. Esa parte de mí que aspira a lo poético y no se resigna a lo prosaico quiere demostrar que, pese a escribir en prosa, no soy menos que los poetas. Pero darle a la prosa el ritmo, la armonía, las imágenes que caracterizan a los versos es una trampa mortal. Aquello que en un verso puede conformar una verdad deslumbrante, en la prosa se convierte en el más falso de los remilgos. La frase toma un ritmo acompasado, se eligen palabras y figuras trepidantes, la necesidad de apartarse de lo corriente lleva a formulaciones extravagantes, a expresiones artificiosas. Es como si quien escribe no hubiese entendido que aspirar en prosa a una verdad poética no significa que la prosa deba hacerse lírica. Al menos yo, esclava de hermosos versos e incapaz de componerlos, tardé mucho en entenderlo. Tendía a producir páginas elevadas, vibrantes, repletas de invenciones. Después me dije que la poesía, o si se quiere, la belleza, debe conquistarse línea por línea con los medios de la prosa, es decir, ateniéndose rigurosamente a una formulación tan clara como eficaz. Un programa fácil de formular, pero difícil de poner en práctica. Fluctúo. Hoy soy indulgente conmigo misma, mañana me castigo, y nunca estoy conforme con los resultados. Por temor a caer en lo lírico, con frecuencia me he obligado a escribir frases frías e inexpresivas. Y en muchas ocasiones, por agotamiento, he vuelto al borrador con todo su desaliño, antes que decantarme por la enésima versión, pulidísima e insoportablemente artificial. El impulso por transformar cada línea en un portento es fuerte. Lo único que creo haber aprendido es a tirar a la papelera sin contemplaciones la página que quiere deslumbrar con su bonito estilo al tiempo que ensombrece la representación de la naturaleza y los actos humanos.
Elena Ferrante
15 de diciembre de 2018


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