domingo, 22 de diciembre de 2024

 Un recuerdo navideño 

Truman Capote


Imaginen una mañana a fines de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.

       Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.

       —¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!

       La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.

       —Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.

       Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:

       —¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.

       Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del carricoche.

       Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.

       —No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.

       La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.

       Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!

       Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!») [“A. M.”, abreviatura de ante meridiem, significa “por la mañana” y se pronuncia “ei-em”, y de ahí, por homofonía, el eslogan propuesto, ya que amen se pronuncia “ei-men”]. A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.

       Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:

       —Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.

       Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.

       Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.

       —Espero que te hayas equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.

       Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por la ventana.

       De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:

       —¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?

       Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:

       —¿Qué queréis de Jajá?

       Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:

       —Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.

       Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.

       —¿Cuál de los dos es el bebedor?

       —Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.

       Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.

       —Qué manera de tirar un buen whisky.

       No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:

       —Dos dólares.

       Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.

       —¿Sabéis lo que os digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas—. Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.

       De vuelta a casa, mi amiga comenta:

       —Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
       La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.

       ¿Para quién son?

       Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.

       Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claque en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.

       Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:

       —¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!

       Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.

       —No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.

       —Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.

       —Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.

       Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.

       —Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que amanezca.

       De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.

       —Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? —dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano.

       Y, en efecto, es como cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.

       —Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.

       El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?

       —De allá lejos —murmura ella con imprecisión.

       Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:

       —Os doy veinticinco centavos por ese árbol.

       En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:

       —Ni por un dólar.

       La mujer del empresario insiste.

       —¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.
       En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:

       —Lo dudo. Nunca hay dos de nada.

       En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.

       Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como la vidriera de una iglesia baptista», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.

       —Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?

       Queenie intenta comerse un ángel.

       Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: «Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría…, y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: «Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe»). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.

       La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.

       —¿Estás despierto, Buddy?

       Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.

       —Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?

       Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.

       —Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?

       Yo le digo que siempre.

       —Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otra cometa.

       Luego le confieso que también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claque ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.

       Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.

       El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, «Buddy», pintado.

       —Hay viento, Buddy.

       Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.

       —¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.

       Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.

       La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.

       Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido Buddy», me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim Macy le dio ayer una horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos…») Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la mejor de todas». Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: «Vete a ver una película y cuéntame la historia.» Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!»

       Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.




viernes, 20 de diciembre de 2024

Discurso de aceptación Premio Nacional de Literatura 2017 

 Federico Henríquez Gratereaux



Antes que nada, debo dar las gracias a los miembros del jurado que decidió concederme este año el Premio Nacional de Literatura; y especialmente, a la Fundación Corripio y al Ministerio de Cultura que lo otorgan, institucionalmente, desde hace 27 años. Debido a la generosidad de esas personas e instituciones me encuentro aquí, en este podio, dirigiéndole la palabra a todos ustedes. A mis queridos nietos suelo decirles: soy un viejo extremadamente viejo, pues nací en los comienzos de la Era de Trujillo. Fue esa una época dura para mucha gente, especialmente para aquellos que deseaban expresarse artísticamente o intentaban entender el desarrollo de nuestra sociedad. Mi primer libro estuvo dedicado a estudiar «mi sociedad», la sociedad dominicana: «Notas para una teoría de la sociedad dominicana» se publicó con el título de: «Un ciclón en una botella». Lo cual quiere decir, unos problemas demasiado grandes para meterlos dentro de las páginas de un breve libro. Me preguntaba: ¿por qué hemos tenido a Santana, Báez, Lilís y Trujillo? ¿Qué rasgos caracterizan a los dominicanos?

Aunque fue el primero en ser escrito, apareció después de «La feria de las ideas». En este segundo libro, el tema central fue el pensamiento y la poesía en lengua española. Me interesaban los pensadores españoles que no escribieron sus obras en latín, como Unamuno, Ortega, Julián Marías. Yo pretendía llegar a ser escritor en lengua española. Para eso necesitaba conocer los filósofos, novelistas y poetas más importantes de nuestro idioma. Primero, la sociedad en que nací; segundo, la lengua que hablo y en la que fui educado.

Luego de esos dos pasos de mi trabajo de escritor, tuve la suerte de conocer diversos países de América del Sur; países en proceso de organización política e institucional, en algunos aspectos parecidos a la República Dominicana. Entonces escribí «Empollar huevos históricos», libro que contiene: «Ensayar un ensayo sobre el ensayo, —mi visión personal del ensayo, y otro ensayo, que presta su nombre al libro entero.

Años más tarde, visité varias naciones de Europa del Este que fueron «sacudidas» socialmente por la Guerra Fría que siguió al término de la Segunda Guerra Mundial. Viendo los odios que surgían entre mis amigos, por motivos ideológicos, y los atropellos políticos que caracterizaron aquellos tiempos, concebí la idea de escribir un libro que abarcara el mundo completo, no ya mi país, el ámbito de mi propia lengua o el de los países en desarrollo. Así se fue fraguando en mi cabeza «Ubres de novelastra», un experimento narrativo, hibridación de novela con ensayo e historia. Ese escrito, cuyo tema es la Guerra Fría, fue puesto en circulación en 2008, en el auditorio de la Fundación Corripio. Aspiraba a ser una «madrastra» de la novela tradicional con nuevas capacidades de amamantar artística y emocionalmente.

Estas cuatro fases son como hitos o estratos de mi producción literaria. No mencionaré otros libros para no extender demasiado esta ceremonia, salvo «Disparatario», un volumen compuesto, principalmente, por colaboraciones en los suplementos de periódicos extranjeros. Las colaboraciones periodísticas, semanales o diarias, son vistas por los lectores como simples «añadidos» automáticos de los periódicos. En verdad, constituyen una esclavitud laboral, sin la cual, lamentablemente, no puede haber buen periodismo, ni literatura de calidad. El entrenamiento profesional del escritor es el hábito de escribir continuamente.

Si algo he de decir a los jóvenes que aspiran a recorrer «el camino de la literatura», es que se trata de una «carrera inestable» erizada de dificultades; más bien una carrera de obstáculos. El escritor debe saber que su ámbito natural permanente será la soledad; y aceptar vivir rodeado de indiferencia ante una «actividad» que no es popular, que interesa a un grupo reducido de personas consideradas excéntricas. Esa indiferencia puede, en ocasiones, volverse un agresivo desdén, pues muchos de los temas eternos de la literatura son problemas controversiales o irritantes. He llegado a ser el académico más antiguo de la Academia Dominicana de la Lengua; fui escogido en 1980. Las muertes del doctor Joaquín Balaguer y del doctor Mariano Lebrón me llevaron a esa ingrata posición; soy el más antiguo, pero no el más viejo. Sin embargo, mi animosa «vejentud», me permite mencionar estos desagradables asuntos a los aspirantes a escritores. Yo he tenido suerte al recibir este premio y la medalla al mérito cultural del Ateneo Amantes de la Luz, de Santiago. Ser escritor no es una elección entre varias opciones sino una dolorosa compulsión vocacional. Felizmente, el trabajo del escritor contiene una «poesía implícita» que compensa todos los escollos.

Aprovecho la ocasión para referirme a mi actual columna periodística en el diario «Hoy», de lunes a sábado. En los últimos cinco años he «consumido» en «A pleno pulmón» bastante más de tres mil páginas de escritura. El periodismo es una forma lícita de ganarse la vida que han tenido muchos escritores. En este caso, puedo decir que «A pleno pulmón» ha sido, primariamente, un servicio público de carácter intelectual o cultural, como lo es mi programa de TV «Sobre el tapete», con treinta años en el aire. Concluyo, igual que San Jerónimo, afirmando: «de las amargas semillas de la literatura he cosechado dulces frutos». Y si Dios me concede buena salud, espero seguir produciendo libros, folletos, artículos, programas de TV.

Nada de esto hubiese podido hacer, por tantos años, sin el concurso permanente de mi familia, de mi mujer, hijos y nietos, de cuyo respaldo emocional, doméstico y práctico, me he beneficiado siempre.

Muchas gracias.


 Sr. Federico Henríquez Gratereaux

Premio Nacional de Literatura 2017

Palabras de agradecimiento

domingo, 8 de diciembre de 2024

 Dos visiones de Kafka 

Por José Saramago





LA SOMBRA DEL PADRE (1)


Mijaíl Bajtín escribió en su Teoría y estética de la novela: «El objeto principal de este género literario, el que lo “especifica”, el que crea su originalidad estilística, es el hombre que habla y su palabra». Creo que pocas veces una aseveración de ámbito general como ésta habrá sido tan exacta como lo es en el caso humano y literario de Franz Kafka. Despreciando a ciertos teóricos que, con alguna razón, se oponen a la tendencia «romántica» de buscar en la existencia del escritor las señales del paso de lo vivido a lo escrito, lo que, supuestamente, explicaría la obra, Kafka no esconde en ningún momento (y parece empeñarse en que se note) el cuadro de factores que determinaron su dramática vida y, en consecuencia, su trabajo de escritor: el conflicto con el padre, el desacuerdo con la comunidad judía, la imposibilidad de cambiar la vida célibe por el matrimonio, la enfermedad. Pienso que el primero de esos factores, o sea, el antagonismo nunca superado que opuso al padre con el hijo y al hijo con el padre, es lo que constituye la viga maestra de toda la obra kafkiana, derivándose de ahí, como las ramas de un árbol se derivan del tronco principal, el profundo desasosiego íntimo que lo condujo a la deriva metafísica, a la visión de un mundo agonizando en el absurdo, a la mistificación de la consciencia.

La primera referencia a El proceso se encuentra en los Diarios, fue escrita el 29 de julio de 1914 (la guerra se había desencadenado el día anterior) y comienza con las siguientes palabras: «Una noche, Josef K…, hijo de un rico comerciante, después de una gran discusión que había mantenido con el padre…». Sabemos que no es así como la novela arrancará, pero el nombre del personaje principal —Josef K…— ya queda anunciado, así como en tres rápidas líneas de La metamorfosis, escrita casi dos años antes, ya se anunciaba lo que acabaría siendo el núcleo temático central de El proceso. Cuando, transformado de la noche a la mañana, sin ninguna explicación del narrador, en un bicho asqueroso, mezcla de escarabajo y de cucaracha, se queja de los sufrimientos inmerecidos que caen sobre el viajante de comercio en general y sobre él en particular, Gregorio Samsa se expresa de una manera que no deja margen de dudas: «muchas veces es víctima de una simple murmuración, de una casualidad, de una reclamación gratuita, y le es absolutamente imposible defenderse, ya que ni siquiera sabe de qué le acusan». Todo El proceso está contenido en estas palabras. Es cierto que el padre, «rico comerciante», desapareció de la historia, que la madre sólo se menciona en dos de los capítulos inacabados, e incluso así fugazmente y sin caridad filial, pero no me parece un exceso temerario, salvo que esté demasiado equivocado acerca de las intenciones del autor Kafka, imaginar que la omnipotente y amenazadora autoridad paterna haya sido, en la estrategia de la ficción, transferida hacia las alturas inaccesibles de la Ley Última, esa que, sin necesitar que se enuncie una culpa concreta establecida en los códigos, será siempre implacable en la aplicación del castigo. El angustioso y al mismo tiempo grotesco episodio de la agresión ejecutada por el padre de Gregorio Samsa para expulsar al hijo de la sala familiar, tirándole manzanas hasta que una de ellas se le incrusta en la coraza, describe una agonía sin nombre, la muerte de cualquier esperanza de comunicación.

LA SOMBRA DEL PADRE (2)




Pocas páginas antes, el escarabajo Gregorio Samsa aún había conseguido articular, aunque penosamente, las últimas palabras que su boca de insecto fue capaz de pronunciar: «Madre, madre». Después, como en una primera muerte, entró en la mudez de un silencio voluntario, si no obligado por su irremediable animalidad, como quien se resigna a no tener definitivamente padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando al final la criada barra el caparazón reseco en que Gregorio Samsa termina transformado, su ausencia, de ahí en adelante, sólo servirá para confirmar el olvido al que los suyos ya lo habían arrojado. En una carta de 28 de agosto de 1913, Kafka escribe: «Vivo en medio de mi familia, entre las mejores y más amorosas personas que se pueda uno imaginar, como alguien más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no he hablado, de media, más de veinte palabras por día, con mi padre jamás intercambié nada más que las palabras de saludo». Será preciso estar muy desatento en la lectura para no percibir la dolorosa y amarga ironía contenida en las propias palabras («Entre las mejores y más amorosas personas que se pueda uno imaginar»), que parecen negar lo que afirman. Desatención igual, creo, sería no atribuirle importancia especial al hecho de que Kafka le propusiera a su editor, el 4 de abril de 1913, que los relatos El fogonero (primer capítulo de la novela América), La metamorfosis y La condena fuesen reunidos en un solo volumen bajo el título de Los hijos (lo que, por otra parte, ha sucedido muy recientemente, en 1989). En El fogonero, «el hijo» es expulsado por los padres por haber ofendido la honra de la familia al dejar embarazada a una criada, en La condena «el hijo» es condenado por el padre a morir ahogado, en La metamorfosis «el hijo» deja simplemente de existir, su lugar es ocupado por un insecto… Más que la Carta al padre, escrita en noviembre de 1919, aunque nunca llegó a ser entregada al destinatario, son estos relatos, según entiendo, y en particular La condena y La metamorfosis, los que, precisamente por ser transposiciones literarias en que el juego de mostrar y esconder funciona como un espejo de ambigüedades y reversos, nos ofrecen con más precisión la dimensión de la herida incurable que el conflicto con el padre abrió en el espíritu de Franz Kafka. La Carta asume, por así decirlo, la forma y el tono de un libelo acusatorio, se propone como un ajuste de cuentas final, es un balance entre el debe y el haber de dos existencias enfrentadas, de dos mutuas repugnancias, por lo que no se puede rechazar la posibilidad de que se encuentren en ella exageraciones y deformaciones de los hechos reales, sobre todo cuando Kafka, al final del escrito, pasa súbitamente a usar la voz del padre para acusarse a sí mismo… En El proceso, Kafka pudo liberarse de la figura paterna, objetivamente considerada, pero no de su ley. Y tal como en La condena el hijo se suicida porque así lo había determinado la ley del padre, en El proceso es el propio acusado Josef K… quien acaba conduciendo a sus verdugos hasta el lugar donde será asesinado y en los últimos instantes, cuando la muerte ya se viene acercando, aún se pondrá a pensar, como un último remordimiento, que no ha sabido desempeñar su papel hasta el final, que no ha conseguido evitar esfuerzos a las autoridades… Es decir, al Padre.
📖#Fuente


"El último cuaderno"
José Saramago




domingo, 24 de noviembre de 2024

 Ana María en casa


He hablado de Ana Mari y del poder del cine. He hecho bien. Era guapa, muy guapa. Y alegre. Y al tiempo seria, sensata, responsable. Sus amigas también eran muy guapas —quizás más, no podría precisarlo—, pero, en un hipotético concurso de belleza, nosotras (orgullo de hermanas) le hubiéramos dado a ella el primer premio. La veíamos en technicolor. Eso es lo que ocurría. Y a veces creíamos reconocerla en el cine. En actrices jóvenes de películas extranjeras. Jugando al tenis, a los bolos, bailando el boogie-boogie, nadando en piscinas de riñón o haciendo excursiones en bicicleta. La veo aún pintándose los labios en el tocador de su cuarto. Y a Pilar y a mí, reflejadas en el espejo, siguiendo arrobadas los lentos movimientos del lápiz con la boca tontamente entreabierta. Casi siempre terminábamos por ponerla nerviosa y nos echaba sin contemplaciones. Tenía carácter. A menudo temible. No estaba de acuerdo con la educación que nos impartían. La encontraba rígida, anacrónica, contradictoria. Pero cuando ella, por algún viaje de mis padres, se hacía con el mando de la casa, pronto, sin excepción, deseábamos que acabase la suplencia. Nos encontraba salvajes y, seguramente, lo éramos. Pilar se encaramaba a los árboles «como un golfillo» y, lo que era peor, no veía el momento de bajar. Se encontraba bien allí. En su elemento. Me gustaría decir que yo hacía lo mismo, pero nunca poseí esa habilidad envidiable. En todo caso sí participaba de aquel asilvestramiento que Ana Mari —sólo mi padre la llamaba Ana María— pretendía corregir a su manera. Ahora, con los años, lo entiendo todo. Sus intentos desesperados por civilizarnos; también nuestra rebeldía, consecuencia directa de lo que tanto criticaba. Aquella educación rígida, ilógica, imprevisible. «No importa que las demás vayan. Vosotras no…» Y Ana Mari no podía ignorar —es más, debía de saberlo demasiado bien— que a menudo el autoritarismo o la arbitrariedad sólo consiguen el efecto contrario al pretendido. Aprender a saltarse las prohibiciones, respetar, en apariencia, las áreas de los adultos, para, en las tuyas, libres de incómodas presencias, hacer literalmente lo que te dé la gana.

A las autoridades las acatábamos o sorteábamos —no teníamos más remedio—, pero no aceptábamos otras. Y los intentos de nuestra hermana para que comiéramos erguidas, con los hombros hacia atrás, como nurses inglesas, nos parecían ridículos. Sin embargo, tenía poder. Poder sobre nosotras. Que emanaba tal vez de la diferencia de edad o de esa aureola cinematográfica que, a nuestros ojos, no la abandonaba nunca. Ni siquiera por las mañanas, medio dormida aún, con la melena despeinada, envuelta en un batín de satén o de lana, según la época. O enferma de anginas, leyendo novelas en la cama con los hombros cubiertos con una mañanita, prenda en desuso, lo sé, palabra en la que no se detienen muchos diccionarios, pero viva para mí, siempre unida a su memoria. Su dormitorio —privilegio de hermana mayor—, con la alcoba empotrada, adornada de cortinas, nos parecía de cuento. Como también el de Pedro, nuestro hermano —el único de los hijos que nunca estudió en el pueblo—, un auténtico camarote con un ojo de buey desde el que se veía el mar y podías creerte en un barco. Pero así como teníamos acceso al camarote vacío en cuanto alguna de nosotras sucumbía a escarlatinas, varicelas, tos ferina, paperas o cualquier prolongada dolencia de la época de las mañanitas, al cuarto de Ana Mari únicamente podíamos entrar cuando su propietaria nos lo permitía.

O quizás, pienso ahora, me equivoque, y sea, una vez más, la tramposa memoria la que se empeñe en cerrar puertas para justificar sus fallos o correr pestillos ahí donde no tiene demasiado que mostrar. Las imágenes que conservo de la vida en común con Ana Mari no son muchas. Momentos bailoteantes, sin continuidad, escenas aisladas. Al acabar el bachillerato —el «examen de Estado», se decía entonces— fue a Barcelona a seguir sus estudios y, en cierta forma, dejó de vivir con nosotros. Sus apariciones, como las de Pedro, se redujeron pronto a las vacaciones: Navidades, Semana Santa, verano… Ni siquiera aquellas infructuosas suplencias, en las que se proponía sin demasiado éxito domesticarnos, tuvieron lugar en la casa. En verano, el asma de mi padre nos conducía a todos a la montaña. Y ahí sí la veo, nítida. Con su larga melena, primero. Con el pelo a lo chico, después. Estricta con nosotras cuando tomaba el mando. Aliada y defensora cuando devolvía el cetro. Y, de nuevo junto al mar, años más tarde. El día de su boda. La ceremonia en una ermita, el banquete… Y su casa en Barcelona, en la calle Mandri. Un piso que olía a almendro y tenía la misma alegría del antiguo dormitorio que ya no le pertenecía. Se la veía feliz y, en su nuevo estado, hablaba ahora con nuestros padres de tú a tú, convirtiéndose en una eficaz abogada, intercediendo ante el consabido «No nos importa que a las demás les dejen. Vosotras no iréis», o atinando como nadie a la hora de denunciar absurdos, provisionales repartos de papeles que, con el tiempo, podían convertirse en definitivos. Como el que yo me mareara como una sopa en cuanto subía a un coche, y que todos lo aceptaran, con la mayor naturalidad, como un hecho irreversible con el que fatalmente iba a tener que convivir durante el resto de mis días. «Cristina se marea.» Ya estaba dicho. Y hecho.

—¡Qué lástima! —me dijo en una ocasión, después de la obligada parada en carretera—. De mayor no podrás viajar…

Había pronunciado la palabra mágica —«¡Viajar!»—, y aquella frase me martillea aún en el cerebro mezclada con vértigos, náuseas, visión borrosa, con la angustia que sólo los que han sufrido esos implacables trastornos pueden reconocer, sonando imperiosa, como la alarma de un despertador de campana, enfrentándome a una carencia futura, a una incapacidad, invalidando todos mis sueños. Porque mis mejores sueños sucedían en escenarios lejanos, en idiomas desconocidos e incomprensibles —que yo, de modo misterioso, manejaba con envidiable fluidez—, recorrían los cinco continentes sin arredrarse ante distancias u obstáculos. Océanos, precipicios, selvas, desiertos… Un viajar en mayúsculas que nunca se me había ocurrido relacionar con los desplazamientos de todos los veranos, del pueblo de mar al pueblo de montaña, del de montaña al de mar. Con pequeñas excursiones que solían empezar muy bien e, invariablemente, acababan muy mal. Con el olor a gasolina quemada combatido a base de biodraminas que, en el mejor de los casos, sustituían el temido mareo, de efectos públicos y espectaculares, por otro íntimo, privado, no diré que mejor, distinto. Y ahora aquella palabra, pronunciada con una aparente tristeza ante mi destino, ponía en marcha eficaces y ocultos mecanismos. Estratagemas. Un plan de ataque. Empecé por detectar parte de culpa en el tazón de leche de los desayunos. En las meriendas traicioné a la casa Cacaolat en favor de la recién llegada Coca-Cola, y fui adquiriendo, sobre todo, el astuto hábito de adelantarme a esas involuntarias ausencias con otras pretendidas, conscientes, muchísimo más placenteras. Pronto, nada más subirme a un coche, me dormía. Como un tronco. De esos tiempos lejanos conservo todavía una gran capacidad para conciliar el sueño allí adonde vaya. Y un agradecimiento enorme. A la fuerza de la palabra. A la certera puntería de Ana Mari.

Sin embargo, por más que lo intento, sigo sin situarla, como ahora quisiera, años atrás, en nuestra casa. Demasiadas puertas cerradas, demasiados pestillos corridos. La espada-voluntad, que ella me obligó a desenvainar, nada puede contra el empecinamiento de la desmemoria. Y a las imágenes de siempre —recuerdos de recuerdos— sólo logro añadir otras sin importancia. Ana Mari con un vestido a rayas de colores vivos, a punto de llevarnos a la playa —a la tercera, la más alejada—, asintiendo con un paciente cabeceo a la eterna retahíla de consejos de mi madre: «No os metáis muy adentro». «Volved pronto.» «No os ahoguéis»… O bien horneando bollos para una merienda con sus amigas en la enorme cocina de leña. O montada en una bici Orbea, con la rueda trasera cubierta con un guardafaldas, una cesta sujeta al manillar, pantalones piratas y el cabello al viento. De nuevo secuencias aisladas. Descartes de una película deliciosamente retro en la que el vestuario cobra de pronto un papel preferente. O la banda sonora. Gramófonos renqueantes de manivela y bocina. Programas de radio, discos solicitados, locutores verbosos. Y de nuevo el vacío, los claros. Absurdos e inexplicables. Porque a pesar de que entre ella y yo mediara la distancia de doce largos años, tuvo que haber —hubo— un tiempo compartido. Y no logro verla ni un instante vestida con el uniforme del colegio en el que, durante dos inviernos al menos, tuvimos que coincidir. Ella en las últimas clases, yo en las primeras. Y aunque se me repita que de esa edad, la mía de entonces, es casi imposible conservar recuerdos, puedo oponer montones de imágenes, más antiguas aún, que demuestren lo contrario. Es decir, que mi memoria —notable, al parecer, en muchos casos— se debilita irremisiblemente en cuanto trato de evocar a Ana Mari. Y no me cabe otra explicación: yo la he borrado. O la borré, hace ya de eso demasiados años. Yo misma cerré puertas y corrí pestillos. La expulsé de casa —de la casa— agitando sahumerios, exorcizando, fumigando muebles, estancias y rincones. Nada podía quedar, o, cuando menos, poco. Instantes suspendidos en el aire. Aislados. Detenidos. Suficientemente breves y escurridizos para que no dejaran paso a otros, potentes y terribles. Porque lo que podía ocurrir, lo que de hecho ocurría, es que al menor descuido, a la sola mención de su nombre, alguien, que decía llamarse como ella, compareciera de inmediato. Ya no montaba en bici, ni horneaba bollos en la cocina, ni se pintaba los labios frente al espejo de su antiguo cuarto. Estaba postrada. En la cama de aquel piso de Barcelona que, de repente, había dejado de oler a almendro. Retorciéndose de dolor, gimiendo, llamándonos a todos en su agonía, aferrándose a una vida que había decidido abandonarla en plena juventud, a los veintiocho años. Imágenes empecinadas y poderosas que durante mucho tiempo se sobreimpresionarían a cualquier recuerdo, a cualquier retrato, a los álbumes de fotografías que la mostraban sonriente, y que yo, sintiendo una angustia semejante a la que precedía a aquellos antiguos mareos, evitaba mirar. Lo hacía, ahora lo sé, en defensa propia. Me negaba a convocar esas temibles secuencias que no paraban de rondar, siempre al acecho, esperando la ocasión de recordarme el momento en que cierta película en technicolor fundiría definitivamente en negro. Me equivoqué seguramente; ya no hay remedio. Quise suprimir las escenas de su muerte y no logré otra cosa que borrar parte de su vida.

Aunque —y también lo pienso ahora— es posible que ante la mención de su nombre, durante años, no fuera sólo yo quien se refugiara en el silencio, se esforzara por cambiar de conversación, o sintiera el agudo retortijón en el estómago. Si pregunto a mis hermanas noto asimismo en ellas lagunas inexplicables. En tal ocasión, en tal otra… ¿Dónde estaba Ana Mari? O tal vez todo empiece en la nube ominosa que, tras su muerte, se cernió sobre la casa. Una sombra que nos impedía recordar, y los recuerdos, como todos sabemos, necesitan ser cultivados. Pero de nuevo vuelvo a mí y ya no me sorprendo. No la he convertido jamás en un personaje de ficción ni se me ha ocurrido dedicarle un libro a su memoria. Ni tan siquiera hablo de ella en «El Salón». Como si nunca hubiera existido, atenta a las implacables leyes del escalafón, convierto automáticamente a Pilar en «mi hermana mayor». La he suprimido. Una vez más, sin ningún derecho. Pero en esta ocasión la he desposeído además de su título. Y para recordármelo, para recobrar su puesto en la casa de la que yo injustamente la he expulsado, se ha asomado hace poco a una de las ventanas de este libro. Sonriente como en las fotografías, en su papel de hermana mayor, con el pelo recién cortado, aprovechando la excusa del cine, el parecido accidental entre mi padre y Clifton Webb, para obligarme a rememorar algo más que los bollos recién horneados, las músicas de pick-up, o sus vestidos de colores. Y aquí está ahora. Diciendo: «¡Qué lástima! No podrás viajar». O: «Cristina es valiente. Está muy segura de sí misma». O: «Guárdame todo lo que escribas. No te olvides…». Y, a lo mejor, vencida mi proclividad al mareo, siendo tímida y vergonzosa, poniéndome colorada a la menor ocasión, terminé convenciéndome de que era valiente y decidida, u obligándome a parecerlo para no defraudarla, buscando esa seguridad que me adjudicaba en la imagen que se había formado de mí, mirándome en el espejo que sus ojos me ofrecían, sorprendiéndome de que mis eternos continuará… con los que solía rubricar todo cuanto escribía, no sólo frustraran a mis compañeras de clase, finalmente niñas de mi edad, sino también a ella, tan mayor, una lectora de excepción que me hacía pensar que, quién sabe, tal vez mis entregas de entonces —de amor, de crímenes o de vampiros— valían un poco más de lo que yo sospechaba. 

Y lo curioso, lo que siento ahora, cuando he superado con creces la edad en la que nos abandonó —y me resisto a imaginármela con arrugas o cabellos blancos—, es que, pese a esa juventud que ella ostentará ya para siempre, sigo contemplándola con la autoridad que emanaba de su puesto entre los hermanos, como una consejera, una sabia, una protectora. Y que el tiempo, que confunde tantas cosas, posee también la virtud de ordenar otras. De devolverlas al lugar que se merecen. Porque su evocación ya no me produce angustia ni el consabido escozor en el estómago. Pero sí una emoción nueva para la que no quiero aún encontrar palabras. Hoy, la primera vez en mi vida que me atrevo a escribir sobre ella. Ana María. Mi hermana mayor. La amiga muerta.


"Cosas que ya no existen"

Cristina Fernández Cubas






jueves, 21 de noviembre de 2024

 Sábato



Casi cien años, noventa y ocho exactos, son los que hoy está cumpliendo Ernesto Sabato, cuyo nombre escuché por primera vez en el viejo Café Chiado, en Lisboa, allá por los remotos años cincuenta. Lo pronunció un amigo que inclinaba sus gustos literarios hacia las entonces mal conocidas literaturas sudamericanas, mientras que nosotros, los otros miembros de la tertulia que nos reunía al final de la tarde, tendíamos, casi todos, hacia la dulce y entonces todavía inmortal Francia, salvo algún excéntrico que presumía de conocer de cabo a rabo lo que en Estados Unidos se escribía. A aquel amigo, que acabé perdiendo en el camino, le debo la incipiente curiosidad que me llevó a nombres como Julio Cortázar, Borges, Bioy Casares, Asturias, Rómulo Gallegos, Carlos Fuentes y tantos otros que se me atropellan en la memoria cuando los convoco. Y estaba Sabato. Por un fenómeno acústico extraño asocié las tres rápidas sílabas a un súbito golpe de puñal. Conocido como es el significado de esta palabra italiana, la asociación tiene que parecer de lo más incongruente, pero las verdades son para decirse, y ésta es una de ellas. El túnel fue publicado en 1948, pero yo no lo había leído. Entonces, a aquellas alturas, con mis inocentes veintiséis años, todavía sería mucho el pan y la sal que tendría que comer antes de descubrir el camino marítimo que me conduciría a Buenos Aires… Fue ese inolvidable compañero de mesa de café el que me proporcionó la lectura de la novela. Desde las primeras páginas entendí hasta qué punto había sido exacta la osada asociación de ideas que me hizo relacionar un apellido con un puñal. Las lecturas siguientes que hice de Sabato, ya fueran novelas, ya fueran ensayos, sólo confirmarían la intuición inicial, la de que me encontraba ante un autor trágico y eminentemente lúcido que, además de ser capaz de abrir caminos por los corredores laberínticos del espíritu de los lectores, no les consentía, ni un solo instante, que desviasen los ojos de los más obscuros rincones del ser. ¿Lectura por eso difícil? Tal vez, pero lectura fascinante entre todas. La amalgama de surrealismo, existencialismo y psicoanálisis que constituye el soporte «doctrinario» de las ficciones del autor de Sobre héroes y tumbas, no nos debería hacer olvidar que este autoproclamado «enemigo» de la razón que se llama Ernesto Sabato es quien acaba apelando a la falible y humilde razón humana cuando sus propios ojos se enfrentan a ese otro apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino. Novelas que se ciñen a épocas históricamente determinadas y a lugares objetivamente definidos, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el exterminador no hacen oír simplemente el grito de una consciencia afligida por su propia impotencia y la visión profética de una sibila a la que el futuro aterra, también nos avisan de que, tal como Goya (más conocido como pintor que como filósofo…) ya hiciera constar en su famosa serie de grabados de los Caprichos: siempre ha sido del sueño de la razón de donde ha nacido, crecido y prosperado la inhumana genealogía de los monstruos.

Querido Ernesto, entre el temor y el temblor transcurren nuestras vidas, y la tuya no podía ser excepción. Pero tal vez no se encuentre en los días de hoy una situación tan dramática como la tuya, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes. Cien años, casi. Estoy seguro de que al siglo pasado se le podrá llamar también el siglo de Sabato, como el de Kafka o el de Proust.


"El último cuaderno"

José Saramago


lunes, 18 de noviembre de 2024

 

Crecí con la idea de que ser poeta es algo propio de personas realmente excepcionales, mientras que con la prosa cualquiera puede atreverse. Tal vez la culpa la tenga la escuela, que me inculcó una especie de temor reverencial frente a cualquiera que escriba versos. En general, los libros de texto y los profesores describían a los poetas como hombres superiores, con grandes virtudes y a veces vicios fascinantes, en diálogo permanente con los dioses gracias a las musas, capaces de mirar hacia el pasado y hacia el futuro como ningún otro ser humano, y naturalmente con un talento lingüístico excepcional. Los percibía como paralizantes; a partir de cierto momento reconsideré su valor. Pero no el valor de sus textos; al contrario, me convertí en una lectora empedernida de poesía. Hoy siento por la poesía una devoción absoluta. Adoro sus conexiones tan inesperadas y arriesgadas que pueden parecer indescifrables. Estoy convencida de que escribir versos mediocres es un pecado mortal. Y si siguiéramos narrando en verso, como se hizo durante siglos, yo, por pudor, no escribiría. Aunque después de una larga batalla la prosa ha ocupado espléndidamente todo el espacio de la narración, en el fondo, debido a su constitución, se me antoja inferior y en cierto modo menos exigente. Además, quizá una ambición mal encauzada me ha empujado desde niña a excederme con la finura verbal. Esa parte de mí que aspira a lo poético y no se resigna a lo prosaico quiere demostrar que, pese a escribir en prosa, no soy menos que los poetas. Pero darle a la prosa el ritmo, la armonía, las imágenes que caracterizan a los versos es una trampa mortal. Aquello que en un verso puede conformar una verdad deslumbrante, en la prosa se convierte en el más falso de los remilgos. La frase toma un ritmo acompasado, se eligen palabras y figuras trepidantes, la necesidad de apartarse de lo corriente lleva a formulaciones extravagantes, a expresiones artificiosas. Es como si quien escribe no hubiese entendido que aspirar en prosa a una verdad poética no significa que la prosa deba hacerse lírica. Al menos yo, esclava de hermosos versos e incapaz de componerlos, tardé mucho en entenderlo. Tendía a producir páginas elevadas, vibrantes, repletas de invenciones. Después me dije que la poesía, o si se quiere, la belleza, debe conquistarse línea por línea con los medios de la prosa, es decir, ateniéndose rigurosamente a una formulación tan clara como eficaz. Un programa fácil de formular, pero difícil de poner en práctica. Fluctúo. Hoy soy indulgente conmigo misma, mañana me castigo, y nunca estoy conforme con los resultados. Por temor a caer en lo lírico, con frecuencia me he obligado a escribir frases frías e inexpresivas. Y en muchas ocasiones, por agotamiento, he vuelto al borrador con todo su desaliño, antes que decantarme por la enésima versión, pulidísima e insoportablemente artificial. El impulso por transformar cada línea en un portento es fuerte. Lo único que creo haber aprendido es a tirar a la papelera sin contemplaciones la página que quiere deslumbrar con su bonito estilo al tiempo que ensombrece la representación de la naturaleza y los actos humanos.


 
 Elena Ferrante
15 de diciembre de 2018