domingo, 24 de noviembre de 2024

 Ana María en casa


He hablado de Ana Mari y del poder del cine. He hecho bien. Era guapa, muy guapa. Y alegre. Y al tiempo seria, sensata, responsable. Sus amigas también eran muy guapas —quizás más, no podría precisarlo—, pero, en un hipotético concurso de belleza, nosotras (orgullo de hermanas) le hubiéramos dado a ella el primer premio. La veíamos en technicolor. Eso es lo que ocurría. Y a veces creíamos reconocerla en el cine. En actrices jóvenes de películas extranjeras. Jugando al tenis, a los bolos, bailando el boogie-boogie, nadando en piscinas de riñón o haciendo excursiones en bicicleta. La veo aún pintándose los labios en el tocador de su cuarto. Y a Pilar y a mí, reflejadas en el espejo, siguiendo arrobadas los lentos movimientos del lápiz con la boca tontamente entreabierta. Casi siempre terminábamos por ponerla nerviosa y nos echaba sin contemplaciones. Tenía carácter. A menudo temible. No estaba de acuerdo con la educación que nos impartían. La encontraba rígida, anacrónica, contradictoria. Pero cuando ella, por algún viaje de mis padres, se hacía con el mando de la casa, pronto, sin excepción, deseábamos que acabase la suplencia. Nos encontraba salvajes y, seguramente, lo éramos. Pilar se encaramaba a los árboles «como un golfillo» y, lo que era peor, no veía el momento de bajar. Se encontraba bien allí. En su elemento. Me gustaría decir que yo hacía lo mismo, pero nunca poseí esa habilidad envidiable. En todo caso sí participaba de aquel asilvestramiento que Ana Mari —sólo mi padre la llamaba Ana María— pretendía corregir a su manera. Ahora, con los años, lo entiendo todo. Sus intentos desesperados por civilizarnos; también nuestra rebeldía, consecuencia directa de lo que tanto criticaba. Aquella educación rígida, ilógica, imprevisible. «No importa que las demás vayan. Vosotras no…» Y Ana Mari no podía ignorar —es más, debía de saberlo demasiado bien— que a menudo el autoritarismo o la arbitrariedad sólo consiguen el efecto contrario al pretendido. Aprender a saltarse las prohibiciones, respetar, en apariencia, las áreas de los adultos, para, en las tuyas, libres de incómodas presencias, hacer literalmente lo que te dé la gana.

A las autoridades las acatábamos o sorteábamos —no teníamos más remedio—, pero no aceptábamos otras. Y los intentos de nuestra hermana para que comiéramos erguidas, con los hombros hacia atrás, como nurses inglesas, nos parecían ridículos. Sin embargo, tenía poder. Poder sobre nosotras. Que emanaba tal vez de la diferencia de edad o de esa aureola cinematográfica que, a nuestros ojos, no la abandonaba nunca. Ni siquiera por las mañanas, medio dormida aún, con la melena despeinada, envuelta en un batín de satén o de lana, según la época. O enferma de anginas, leyendo novelas en la cama con los hombros cubiertos con una mañanita, prenda en desuso, lo sé, palabra en la que no se detienen muchos diccionarios, pero viva para mí, siempre unida a su memoria. Su dormitorio —privilegio de hermana mayor—, con la alcoba empotrada, adornada de cortinas, nos parecía de cuento. Como también el de Pedro, nuestro hermano —el único de los hijos que nunca estudió en el pueblo—, un auténtico camarote con un ojo de buey desde el que se veía el mar y podías creerte en un barco. Pero así como teníamos acceso al camarote vacío en cuanto alguna de nosotras sucumbía a escarlatinas, varicelas, tos ferina, paperas o cualquier prolongada dolencia de la época de las mañanitas, al cuarto de Ana Mari únicamente podíamos entrar cuando su propietaria nos lo permitía.

O quizás, pienso ahora, me equivoque, y sea, una vez más, la tramposa memoria la que se empeñe en cerrar puertas para justificar sus fallos o correr pestillos ahí donde no tiene demasiado que mostrar. Las imágenes que conservo de la vida en común con Ana Mari no son muchas. Momentos bailoteantes, sin continuidad, escenas aisladas. Al acabar el bachillerato —el «examen de Estado», se decía entonces— fue a Barcelona a seguir sus estudios y, en cierta forma, dejó de vivir con nosotros. Sus apariciones, como las de Pedro, se redujeron pronto a las vacaciones: Navidades, Semana Santa, verano… Ni siquiera aquellas infructuosas suplencias, en las que se proponía sin demasiado éxito domesticarnos, tuvieron lugar en la casa. En verano, el asma de mi padre nos conducía a todos a la montaña. Y ahí sí la veo, nítida. Con su larga melena, primero. Con el pelo a lo chico, después. Estricta con nosotras cuando tomaba el mando. Aliada y defensora cuando devolvía el cetro. Y, de nuevo junto al mar, años más tarde. El día de su boda. La ceremonia en una ermita, el banquete… Y su casa en Barcelona, en la calle Mandri. Un piso que olía a almendro y tenía la misma alegría del antiguo dormitorio que ya no le pertenecía. Se la veía feliz y, en su nuevo estado, hablaba ahora con nuestros padres de tú a tú, convirtiéndose en una eficaz abogada, intercediendo ante el consabido «No nos importa que a las demás les dejen. Vosotras no iréis», o atinando como nadie a la hora de denunciar absurdos, provisionales repartos de papeles que, con el tiempo, podían convertirse en definitivos. Como el que yo me mareara como una sopa en cuanto subía a un coche, y que todos lo aceptaran, con la mayor naturalidad, como un hecho irreversible con el que fatalmente iba a tener que convivir durante el resto de mis días. «Cristina se marea.» Ya estaba dicho. Y hecho.

—¡Qué lástima! —me dijo en una ocasión, después de la obligada parada en carretera—. De mayor no podrás viajar…

Había pronunciado la palabra mágica —«¡Viajar!»—, y aquella frase me martillea aún en el cerebro mezclada con vértigos, náuseas, visión borrosa, con la angustia que sólo los que han sufrido esos implacables trastornos pueden reconocer, sonando imperiosa, como la alarma de un despertador de campana, enfrentándome a una carencia futura, a una incapacidad, invalidando todos mis sueños. Porque mis mejores sueños sucedían en escenarios lejanos, en idiomas desconocidos e incomprensibles —que yo, de modo misterioso, manejaba con envidiable fluidez—, recorrían los cinco continentes sin arredrarse ante distancias u obstáculos. Océanos, precipicios, selvas, desiertos… Un viajar en mayúsculas que nunca se me había ocurrido relacionar con los desplazamientos de todos los veranos, del pueblo de mar al pueblo de montaña, del de montaña al de mar. Con pequeñas excursiones que solían empezar muy bien e, invariablemente, acababan muy mal. Con el olor a gasolina quemada combatido a base de biodraminas que, en el mejor de los casos, sustituían el temido mareo, de efectos públicos y espectaculares, por otro íntimo, privado, no diré que mejor, distinto. Y ahora aquella palabra, pronunciada con una aparente tristeza ante mi destino, ponía en marcha eficaces y ocultos mecanismos. Estratagemas. Un plan de ataque. Empecé por detectar parte de culpa en el tazón de leche de los desayunos. En las meriendas traicioné a la casa Cacaolat en favor de la recién llegada Coca-Cola, y fui adquiriendo, sobre todo, el astuto hábito de adelantarme a esas involuntarias ausencias con otras pretendidas, conscientes, muchísimo más placenteras. Pronto, nada más subirme a un coche, me dormía. Como un tronco. De esos tiempos lejanos conservo todavía una gran capacidad para conciliar el sueño allí adonde vaya. Y un agradecimiento enorme. A la fuerza de la palabra. A la certera puntería de Ana Mari.

Sin embargo, por más que lo intento, sigo sin situarla, como ahora quisiera, años atrás, en nuestra casa. Demasiadas puertas cerradas, demasiados pestillos corridos. La espada-voluntad, que ella me obligó a desenvainar, nada puede contra el empecinamiento de la desmemoria. Y a las imágenes de siempre —recuerdos de recuerdos— sólo logro añadir otras sin importancia. Ana Mari con un vestido a rayas de colores vivos, a punto de llevarnos a la playa —a la tercera, la más alejada—, asintiendo con un paciente cabeceo a la eterna retahíla de consejos de mi madre: «No os metáis muy adentro». «Volved pronto.» «No os ahoguéis»… O bien horneando bollos para una merienda con sus amigas en la enorme cocina de leña. O montada en una bici Orbea, con la rueda trasera cubierta con un guardafaldas, una cesta sujeta al manillar, pantalones piratas y el cabello al viento. De nuevo secuencias aisladas. Descartes de una película deliciosamente retro en la que el vestuario cobra de pronto un papel preferente. O la banda sonora. Gramófonos renqueantes de manivela y bocina. Programas de radio, discos solicitados, locutores verbosos. Y de nuevo el vacío, los claros. Absurdos e inexplicables. Porque a pesar de que entre ella y yo mediara la distancia de doce largos años, tuvo que haber —hubo— un tiempo compartido. Y no logro verla ni un instante vestida con el uniforme del colegio en el que, durante dos inviernos al menos, tuvimos que coincidir. Ella en las últimas clases, yo en las primeras. Y aunque se me repita que de esa edad, la mía de entonces, es casi imposible conservar recuerdos, puedo oponer montones de imágenes, más antiguas aún, que demuestren lo contrario. Es decir, que mi memoria —notable, al parecer, en muchos casos— se debilita irremisiblemente en cuanto trato de evocar a Ana Mari. Y no me cabe otra explicación: yo la he borrado. O la borré, hace ya de eso demasiados años. Yo misma cerré puertas y corrí pestillos. La expulsé de casa —de la casa— agitando sahumerios, exorcizando, fumigando muebles, estancias y rincones. Nada podía quedar, o, cuando menos, poco. Instantes suspendidos en el aire. Aislados. Detenidos. Suficientemente breves y escurridizos para que no dejaran paso a otros, potentes y terribles. Porque lo que podía ocurrir, lo que de hecho ocurría, es que al menor descuido, a la sola mención de su nombre, alguien, que decía llamarse como ella, compareciera de inmediato. Ya no montaba en bici, ni horneaba bollos en la cocina, ni se pintaba los labios frente al espejo de su antiguo cuarto. Estaba postrada. En la cama de aquel piso de Barcelona que, de repente, había dejado de oler a almendro. Retorciéndose de dolor, gimiendo, llamándonos a todos en su agonía, aferrándose a una vida que había decidido abandonarla en plena juventud, a los veintiocho años. Imágenes empecinadas y poderosas que durante mucho tiempo se sobreimpresionarían a cualquier recuerdo, a cualquier retrato, a los álbumes de fotografías que la mostraban sonriente, y que yo, sintiendo una angustia semejante a la que precedía a aquellos antiguos mareos, evitaba mirar. Lo hacía, ahora lo sé, en defensa propia. Me negaba a convocar esas temibles secuencias que no paraban de rondar, siempre al acecho, esperando la ocasión de recordarme el momento en que cierta película en technicolor fundiría definitivamente en negro. Me equivoqué seguramente; ya no hay remedio. Quise suprimir las escenas de su muerte y no logré otra cosa que borrar parte de su vida.

Aunque —y también lo pienso ahora— es posible que ante la mención de su nombre, durante años, no fuera sólo yo quien se refugiara en el silencio, se esforzara por cambiar de conversación, o sintiera el agudo retortijón en el estómago. Si pregunto a mis hermanas noto asimismo en ellas lagunas inexplicables. En tal ocasión, en tal otra… ¿Dónde estaba Ana Mari? O tal vez todo empiece en la nube ominosa que, tras su muerte, se cernió sobre la casa. Una sombra que nos impedía recordar, y los recuerdos, como todos sabemos, necesitan ser cultivados. Pero de nuevo vuelvo a mí y ya no me sorprendo. No la he convertido jamás en un personaje de ficción ni se me ha ocurrido dedicarle un libro a su memoria. Ni tan siquiera hablo de ella en «El Salón». Como si nunca hubiera existido, atenta a las implacables leyes del escalafón, convierto automáticamente a Pilar en «mi hermana mayor». La he suprimido. Una vez más, sin ningún derecho. Pero en esta ocasión la he desposeído además de su título. Y para recordármelo, para recobrar su puesto en la casa de la que yo injustamente la he expulsado, se ha asomado hace poco a una de las ventanas de este libro. Sonriente como en las fotografías, en su papel de hermana mayor, con el pelo recién cortado, aprovechando la excusa del cine, el parecido accidental entre mi padre y Clifton Webb, para obligarme a rememorar algo más que los bollos recién horneados, las músicas de pick-up, o sus vestidos de colores. Y aquí está ahora. Diciendo: «¡Qué lástima! No podrás viajar». O: «Cristina es valiente. Está muy segura de sí misma». O: «Guárdame todo lo que escribas. No te olvides…». Y, a lo mejor, vencida mi proclividad al mareo, siendo tímida y vergonzosa, poniéndome colorada a la menor ocasión, terminé convenciéndome de que era valiente y decidida, u obligándome a parecerlo para no defraudarla, buscando esa seguridad que me adjudicaba en la imagen que se había formado de mí, mirándome en el espejo que sus ojos me ofrecían, sorprendiéndome de que mis eternos continuará… con los que solía rubricar todo cuanto escribía, no sólo frustraran a mis compañeras de clase, finalmente niñas de mi edad, sino también a ella, tan mayor, una lectora de excepción que me hacía pensar que, quién sabe, tal vez mis entregas de entonces —de amor, de crímenes o de vampiros— valían un poco más de lo que yo sospechaba. 

Y lo curioso, lo que siento ahora, cuando he superado con creces la edad en la que nos abandonó —y me resisto a imaginármela con arrugas o cabellos blancos—, es que, pese a esa juventud que ella ostentará ya para siempre, sigo contemplándola con la autoridad que emanaba de su puesto entre los hermanos, como una consejera, una sabia, una protectora. Y que el tiempo, que confunde tantas cosas, posee también la virtud de ordenar otras. De devolverlas al lugar que se merecen. Porque su evocación ya no me produce angustia ni el consabido escozor en el estómago. Pero sí una emoción nueva para la que no quiero aún encontrar palabras. Hoy, la primera vez en mi vida que me atrevo a escribir sobre ella. Ana María. Mi hermana mayor. La amiga muerta.


"Cosas que ya no existen"

Cristina Fernández Cubas






jueves, 21 de noviembre de 2024

 Sábato



Casi cien años, noventa y ocho exactos, son los que hoy está cumpliendo Ernesto Sabato, cuyo nombre escuché por primera vez en el viejo Café Chiado, en Lisboa, allá por los remotos años cincuenta. Lo pronunció un amigo que inclinaba sus gustos literarios hacia las entonces mal conocidas literaturas sudamericanas, mientras que nosotros, los otros miembros de la tertulia que nos reunía al final de la tarde, tendíamos, casi todos, hacia la dulce y entonces todavía inmortal Francia, salvo algún excéntrico que presumía de conocer de cabo a rabo lo que en Estados Unidos se escribía. A aquel amigo, que acabé perdiendo en el camino, le debo la incipiente curiosidad que me llevó a nombres como Julio Cortázar, Borges, Bioy Casares, Asturias, Rómulo Gallegos, Carlos Fuentes y tantos otros que se me atropellan en la memoria cuando los convoco. Y estaba Sabato. Por un fenómeno acústico extraño asocié las tres rápidas sílabas a un súbito golpe de puñal. Conocido como es el significado de esta palabra italiana, la asociación tiene que parecer de lo más incongruente, pero las verdades son para decirse, y ésta es una de ellas. El túnel fue publicado en 1948, pero yo no lo había leído. Entonces, a aquellas alturas, con mis inocentes veintiséis años, todavía sería mucho el pan y la sal que tendría que comer antes de descubrir el camino marítimo que me conduciría a Buenos Aires… Fue ese inolvidable compañero de mesa de café el que me proporcionó la lectura de la novela. Desde las primeras páginas entendí hasta qué punto había sido exacta la osada asociación de ideas que me hizo relacionar un apellido con un puñal. Las lecturas siguientes que hice de Sabato, ya fueran novelas, ya fueran ensayos, sólo confirmarían la intuición inicial, la de que me encontraba ante un autor trágico y eminentemente lúcido que, además de ser capaz de abrir caminos por los corredores laberínticos del espíritu de los lectores, no les consentía, ni un solo instante, que desviasen los ojos de los más obscuros rincones del ser. ¿Lectura por eso difícil? Tal vez, pero lectura fascinante entre todas. La amalgama de surrealismo, existencialismo y psicoanálisis que constituye el soporte «doctrinario» de las ficciones del autor de Sobre héroes y tumbas, no nos debería hacer olvidar que este autoproclamado «enemigo» de la razón que se llama Ernesto Sabato es quien acaba apelando a la falible y humilde razón humana cuando sus propios ojos se enfrentan a ese otro apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino. Novelas que se ciñen a épocas históricamente determinadas y a lugares objetivamente definidos, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el exterminador no hacen oír simplemente el grito de una consciencia afligida por su propia impotencia y la visión profética de una sibila a la que el futuro aterra, también nos avisan de que, tal como Goya (más conocido como pintor que como filósofo…) ya hiciera constar en su famosa serie de grabados de los Caprichos: siempre ha sido del sueño de la razón de donde ha nacido, crecido y prosperado la inhumana genealogía de los monstruos.

Querido Ernesto, entre el temor y el temblor transcurren nuestras vidas, y la tuya no podía ser excepción. Pero tal vez no se encuentre en los días de hoy una situación tan dramática como la tuya, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes. Cien años, casi. Estoy seguro de que al siglo pasado se le podrá llamar también el siglo de Sabato, como el de Kafka o el de Proust.


"El último cuaderno"

José Saramago


lunes, 18 de noviembre de 2024

 

Crecí con la idea de que ser poeta es algo propio de personas realmente excepcionales, mientras que con la prosa cualquiera puede atreverse. Tal vez la culpa la tenga la escuela, que me inculcó una especie de temor reverencial frente a cualquiera que escriba versos. En general, los libros de texto y los profesores describían a los poetas como hombres superiores, con grandes virtudes y a veces vicios fascinantes, en diálogo permanente con los dioses gracias a las musas, capaces de mirar hacia el pasado y hacia el futuro como ningún otro ser humano, y naturalmente con un talento lingüístico excepcional. Los percibía como paralizantes; a partir de cierto momento reconsideré su valor. Pero no el valor de sus textos; al contrario, me convertí en una lectora empedernida de poesía. Hoy siento por la poesía una devoción absoluta. Adoro sus conexiones tan inesperadas y arriesgadas que pueden parecer indescifrables. Estoy convencida de que escribir versos mediocres es un pecado mortal. Y si siguiéramos narrando en verso, como se hizo durante siglos, yo, por pudor, no escribiría. Aunque después de una larga batalla la prosa ha ocupado espléndidamente todo el espacio de la narración, en el fondo, debido a su constitución, se me antoja inferior y en cierto modo menos exigente. Además, quizá una ambición mal encauzada me ha empujado desde niña a excederme con la finura verbal. Esa parte de mí que aspira a lo poético y no se resigna a lo prosaico quiere demostrar que, pese a escribir en prosa, no soy menos que los poetas. Pero darle a la prosa el ritmo, la armonía, las imágenes que caracterizan a los versos es una trampa mortal. Aquello que en un verso puede conformar una verdad deslumbrante, en la prosa se convierte en el más falso de los remilgos. La frase toma un ritmo acompasado, se eligen palabras y figuras trepidantes, la necesidad de apartarse de lo corriente lleva a formulaciones extravagantes, a expresiones artificiosas. Es como si quien escribe no hubiese entendido que aspirar en prosa a una verdad poética no significa que la prosa deba hacerse lírica. Al menos yo, esclava de hermosos versos e incapaz de componerlos, tardé mucho en entenderlo. Tendía a producir páginas elevadas, vibrantes, repletas de invenciones. Después me dije que la poesía, o si se quiere, la belleza, debe conquistarse línea por línea con los medios de la prosa, es decir, ateniéndose rigurosamente a una formulación tan clara como eficaz. Un programa fácil de formular, pero difícil de poner en práctica. Fluctúo. Hoy soy indulgente conmigo misma, mañana me castigo, y nunca estoy conforme con los resultados. Por temor a caer en lo lírico, con frecuencia me he obligado a escribir frases frías e inexpresivas. Y en muchas ocasiones, por agotamiento, he vuelto al borrador con todo su desaliño, antes que decantarme por la enésima versión, pulidísima e insoportablemente artificial. El impulso por transformar cada línea en un portento es fuerte. Lo único que creo haber aprendido es a tirar a la papelera sin contemplaciones la página que quiere deslumbrar con su bonito estilo al tiempo que ensombrece la representación de la naturaleza y los actos humanos.


 
 Elena Ferrante
15 de diciembre de 2018