domingo, 31 de agosto de 2025

 Sr. Andrés L. Mateo

Premio Nacional de Literatura 2004

Palabras de Agradecimiento




Señoras y Señores:

En la misa de cuerpo presente que se le hizo al general Ludovino Fernández, en la iglesia San Juan Bosco, el 14 de abril de 1958, el niño que movía el incensario era yo. Trujillo había llegado despacio y se había colado en silencio a mis espaldas. En uno de los giros que daba al incensario el rostro de Trujillo apareció súbitamente ante mis ojos. Yo era tan solo un niño, frente a ese falso infinito que su humanidad desplegaba, mi rostro de muchacho se extasiaba como en la relación que se establece entre Dios y el hombre. Dios es como un prójimo, pero Trujillo era un Dios distante que no estaban inscrito en las cosas, como el Dios de los místicos, de que habla San Juan de la Cruz. Con su cara rosada, maquillado para alejarlo del común de los mortales, sus medallas deslumbrantes desviaban a la luz de los cirios. En el fondo del cielo de su grandeza, esa presencia no me concernía. Yo era una brizna, una insignificancia, frente a un ser tan superior como él, un signo celeste, que se movía incómodo en el poco de humanidad que le quedaba. Pero mis ojos de niños lo cifraron. Sin saber por qué tenía el presentimiento de que algún día lo describiría. Entonces inicié la vanidad sublime y cándida de descubrir las palabras, el lazo de los soliloquios que me llevaría a ser escritor. ¿Por qué las palabras se expandían reviviendo las acciones, y empinando sobre la majestad de los hechos el hormiguero de un mundo inventado? ¿Quién gobierna esas hilachas milagrosas de sonidos que salen de nuestras bocas, y que ponen en funcionamiento la complejidad del pensamiento humano? ¿Por qué las palabras tienen ese espesor infinito, esa magia que permite hacer regresar el pasado, construir el presente y desteñirse sobre las cosas como si fueran ellas las que inventaran la realidad?

Las palabras son el medio que nos permite apropiarnos de la realidad, es a través de ella que ordenamos nuestras experiencias en el mundo objetivo y subjetivo, son ellas las que nos permiten aprovechar la experiencia de los demás. En su libro “Esencia de la poesía” Horderlin dice que la palabra es el más inocente de los dones que Dios ha dado al hombre, pero al mismo tiempo, según él, el más peligroso e impredecible. En la “Era de Trujillo” la palabra era potencialmente peligrosa, la característica más sobresaliente de ese régimen era la polarización entre la vida y la palabra. Y aquel niño que movía el incensario, sólo mucho después, intentaría definir y el labio hinchado de poder y soberbia del déspota más engreído de la historia americana.

Soy producto de la movilidad social de los años sesenta. Vengo de esas jornadas. Tras la caída de la tiranía se abrió el esplendor de un discurso humanista. Trujillo nos había separado de las corrientes del pensamiento universal. Los que entonces éramos jóvenes habíamos creídos en el simplismo épico de dividir la sociedad entre trujillistas y antitrujillistas. Pero esa última inocencia estalló abriendo un espacio de injurias a nuestros ideales, y tejiendo los primeros tormentos de un largo martirologio.

Con la desaparición de Trujillo quitamos los cerrojos de los labios, hicimos poemas, contamos historias, nos desgarramos gritando el sueño de una reconquista de nosotros mismos, casi perdidos y tomados por los bríos del ideal, con las camisas en llamas, jurando exterminar la explotación del hombre por el hombre.

Entonces fuimos comunistas.

Todos los fetiches del alma los inscribimos en nuestras banderas, y encaramos en el eje de las revoluciones que azotaban los pueblos del continente americano en esa década ardiente, vimos morir a muchos “subiendo las escarpadas montañas de Quisqueya”, desaparecidos en las cárceles, fusilados en parajes inhóspitos, cazados como bestias en el asfalto de las cuidades, o vendidos, simplemente entregados, domesticados y despojados del escozor de las antiguas subversiones, que es, también, otra forma de morir.

Atribulados por la extensión del alba, los del sesenta vieron desmoronarse, en un breve lapso de tiempo, el ideal comunista. Poco más de diez siglos de pensamiento revolucionario se vinieron abajo junto con la caída estrepitosa del muro de Berlín. A todos nos vistieron de cenizas, en el mundo unipolar que escarnece los sueños. Todos nos quedamos agitando pañuelos en la noche, buscando nuevas palabras para vestir esfinges, esculpiendo la ironía básica que nos permitirían entender los terribles caminos que se abrían por delante. Era el vacío ensordecedor lo que nos cercaba. Todo se desplomaba para nosotros. De derrumbe en derrumbe, el reencuentro fija hoy la adolorida memoria de las grandes pérdidas. Náufragos, sobrevivientes, argonautas de las decepciones, los del sesenta estamos también aquí. Ya no somos los mismos, y pese a que tampoco le asignamos a la muerte esa clarividencia que la vida no tiene, todo nuestro vivir, queramos o no, está entretejido en ese pasado.

Yo mismo, que recojo hoy este Premio Nacional de Literatura no he escrito una sola línea en mi vida que no esté en relación con todos esos acontecimientos que se desataron en el país después de la muerte de Trujillo, porque fue bajo la mirada negra y cejuda del desconsuelo que nosotros descubrimos el horror, la mentira y el crimen. Los del sesenta salieron a buscar su lugar en el mundo, quizás todo lo que nuestras almas anhelaban se resumía en el descubrimiento alborozado de la palabra libertad, y en rebelde gesto de pedir la justicia.

Hoy ya no hay trapos sagrados que defender. Todo se compra y se vende. No hay principios, sino estrategias. Se desandan los pasos, incluso el pasado nos da miedo. Se reescriben los libros airados, o se borran los grafemas. No hay canallas, sino diferencias cuantitativas entre los actos humanos. La posmodernidad lo ha relativizado todo. ¿No es, acaso, la indolencia, el abandono, la bandera que capitanea los sueños del individualismo posmoderno? ¿Qué puede decir un poeta, un escritor, a una sociedad que apaga los fueguitos del alma desbordando el cerco esquivo de su vida interior, con los artefactos asombrosos de la postmodernidad?

Leyendo al más divertido de todos los filósofos postmodernos, el norteamericano Richard Rorty, a quien los círculos académicos llaman el “filósofo de la paradoja”, he encontrado algunas ideas que podrían reconciliarnos con el papel de la literatura en el mundo de hoy. Según Rorty, en el mundo postmoderno es necesario una readaptación de la filosofía, porque el ideal de cultura habrá de ser el poeta y no el científico. Rorty piensa que en las nuevas condiciones no nos serán muy útiles los filósofos tradicionales. En el sentido del sujeto individual, la postmodernidad es la creación de uno mismo. Y siendo así, lo que necesitamos son poetas, narradores, que nos ofrezcan ejemplos de autotransformación, y también nuevas metáforas para imaginarnos a nosotros mismos. Rorty acude a la vieja categoría de la Poeysis griega, asignándole a la creatividad un rol indesterrable en la idea que tenemos de lo que es la verdadera condición humana.

La lectura de Rorty puede producir extrañeza, pero lo más sorprendente es que en su sistema, la literatura encuentra una justificación de existencia en la postmodernidad. Incluso la ciencia es un género de la literatura, que edifica a través del lenguaje los cimientos de la autotransformación. Yo, un hombre emergido de los años sesenta, se regocija esta noche por haber encontrado que lo que ha hecho durante toda su vida, tiene lugar en el mundo de hoy, aunque sea a costa de los filósofos, que a fin de cuentas son siempre, también, un poco poetas. Esto solo daría significado a la noche, como un rojo farol que se enciende para alentar a los cientos de miles de poetas y escritores deshilvanados en el mundo, que sienten sobre sus cabezas el sentimiento de inutilidad que le prodiga su tiempo.

Quiero agradecer a la Fundación Corripio por haber instituido estos Premios Nacionales como una forma de estimular el trabajo creativo de nuestros intelectuales. Y agradecer, de todo corazón a mi amigo el profesor de la Universidad de Puerto Rico Miguel Ángel Fornerin, la deferencia de haberse trasladado a la República Dominicana, especialmente para leer mi semblanza. Un premio como este permite unificar todos los momentos diversos de la vida de un escritor. Yo soy casi viejo, tengo derecho al inventario. Ahora estoy en San Juan Bosco, leyendo a los griegos por primera vez, en una edición que el padre Ernesto Buzón puso en mis manos. Por mi mente cruza el club Serra Aliés, en la calle Enriquillo, donde el grupo La Isla se reunía a mediado de los años sesenta, todos los sábados y domingo, a discutir la última lectura o a leer el último cuento, o poema, escrito con el criterio de que el arte no tenía su razón de ser en sí mismo. Me veo caminando por la calle El Conde, junto a Jacke Viau Renaud asomándose a la vida sin demasiadas esperanzas. Veo mis puñitos rosados alzados contra el miedo en las calles insurrectas de Santo Domingo. René del Risco me mira con sus arrebatos, su majestad, su orgullo y su gusto por lo sublime. Juan Sánchez Lamouth, estrafalario, me espera en la escalinata de la biblioteca Froilán Tavárez, lleva hora esperándome, afanoso porque me quiere leer el último verso de su cosecha que, según él, ningún otro poeta podrá jamás superar. Es sábado y tengo que reunirme con Tony Raful, no el Secretario de Cultura, sino aquel muchacho febril, lector voraz, que sobre la verja del dispensario antituberculoso del barrio mejoramiento social, hablaba como haciendo poesía siempre. Tengo prisa por que Miguel Alfonseca leerá unos poemas en la Logia Cuna de América, y le he prometido que asistiré. Norberto James, el cocolo, me visitará para leerme su nuevo poema “Los inmigrantes”, una epopeya caribeña de sus ancestros, seres de caras tristes que vinieron del sur de martinica.

Hoy puedo ser múltiple, puedo ir y venir en el tiempo, soy yo quien puede elegir el emplazamiento y los límites, incluso vivir fuera del mundo, bajo las aguas silenciosas e indiferentes, como el Dios oriental, en el corazón de un tallo de loto. Aunque todo sea innecesario porque hoy, al recibir este premio, creo que sigo siendo aquel niño que se quedó moviendo el incensario para toda la vida, buscando en su mente la palabra precisa que le permitiera describir el aura milagrosa del tirano.

 

Muchas Gracias. –


Teatro Nacional

23 de febrero de 2004


jueves, 28 de agosto de 2025

 La invención de la soledad

Paul Auster

(Fragmento)



Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y los paquetes de preservativos en cajones llenos de ropa interior y calcetines? ¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos de tinte para el pelo escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan cosas que uno no quiere ver, no quiere saber. Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo horrible. Por sí mismas, las cosas no significan nada, como los utensilios de cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra, vivir o morir. Y una vez que ha llegado la muerte, todo es absolutamente inútil.

Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me sentía como un intruso, un ladrón saqueando los lugares secretos de la mente de un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en cualquier momento, me miraría con incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No parecía justo que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida privada.

Un número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de visita decía: «H. Limeburg. Todo tipo de cubos de basura». Fotografías de la luna de miel de mis padres en las cataratas del Niágara, en 1946: mi madre sentada con nerviosismo sobre un toro, posando para una de esas fotos cómicas que nunca resultan cómicas. Una súbita sensación de qué irreal que había sido la vida, incluso en su prehistoria. Un cajón lleno de martillos, clavos y más de veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y las tarjetas de felicitación que recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego, enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con iniciales grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o mirado en más de quince años.

La lista es interminable.

Pronto me di cuenta de que mi padre no había hecho casi ningún preparativo para marcharse. Los únicos signos de su inminente mudanza que encontré en toda la casa fueron unas pocas cajas de libros, todos triviales (un atlas desactualizado, una introducción a la electrónica de hacía cincuenta años, una gramática de latín del bachillerato, viejos compendios de leyes). Eso era todo. No había cajas vacías aguardando que las llenaran, ni muebles para regalar o vender; ningún acuerdo con una compañía de mudanzas. Era como si no hubiera podido enfrentarse a ello. Había decidido morir, antes que vaciar la casa. La muerte era una evasión, la única huida legítima. Sin embargo, yo no podía escapar; había que ocuparse de todo y nadie más que yo podía hacerse cargo. Durante diez días ordené sus cosas, desocupé la casa y la dejé lista para la llegada de sus nuevos dueños. Fueron unos días horribles, aunque con momentos curiosamente cómicos; unos días de decisiones atolondradas y absurdas sobre qué vender, qué tirar y qué regalar. Mi esposa y yo compramos un gran tobogán de madera para Daniel, nuestro hijo de dieciocho meses, y lo montamos en la sala. El disfrutaba del caos: lo revolvía todo, se ponía pantallas de lámparas como sombrero, desparramaba fichas de póquer de plástico por toda la casa y corría por los amplios espacios de las habitaciones cada vez más vacías. Por la noche, mi esposa y yo nos echábamos bajo colchas monolíticas a ver malísimas películas por televisión, hasta que también se llevaron el televisor. La caldera no funcionaba bien, y si olvidaba llenarla de agua podía estropearse del todo.

Una mañana nos despertamos y descubrimos que la temperatura de la casa había bajado a menos de cinco grados. El teléfono sonaba veinte veces al día y veinte veces al día tenía que informar a alguien de la muerte de mi padre. Me había convertido en un vendedor de muebles, un peón de mudanzas y un mensajero de malas noticias.

La casa parecía el escenario de una vulgar comedia de costumbres. Los parientes venían a pedir un mueble o un artículo de la vajilla, se probaban los trajes de mi padre y vaciaban las cajas mientras hablaban sin cesar como cotorras. Los subastadores venían a examinar la mercancía («Nada tapizado, no valen un céntimo»), fruncían la nariz y se marchaban. Los basureros entraban con sus pesadas botas y sacaban montañas de basura. El hombre del agua vino a leer el contador del agua; el del gas, el contador del gas; el del petróleo, el contador del petróleo. Uno de ellos, no recuerdo cuál, había tenido problemas con mi padre hacía años y me dijo con un aire de brutal complicidad:

—No me gusta decir esto —en realidad le encantaba—, pero su padre era un asqueroso cabrón.

La encargada de la inmobiliaria vino a comprar algunos muebles para los nuevos dueños y acabó llevándose un espejo para ella. La dueña de una tienda de objetos exóticos compró los sombreros antiguos de mi madre. Un trapero vino con cuatro ayudantes (cuatro negros llamados Luther, Ulysses, Tommy Pride y Joe Sapp) y cargaron en sus carros desde un juego de pesas a una tostadora rota. Cuando acabaron, ya no quedaba nada. Ni siquiera una postal. Ni siquiera un pensamiento.

Sin duda el peor momento de aquellos días fue cuando salí al jardín bajo una lluvia torrencial a cargar un montón de corbatas de mi padre en la camioneta de una institución benéfica. Debía de haber más de cien corbatas y yo recordaba varias de mi infancia: los dibujos, los colores y las formas habían quedado grabadas en mi conciencia temprana con la misma claridad que la cara de mi padre. Verme a mí mismo deshaciéndome de ellas como del resto de la basura se me hizo intolerable y fue entonces, en el preciso momento en que las deposité en la camioneta, cuando estuve más cerca de las lágrimas. El acto de desprenderme de las corbatas parecía simbolizar para mí el verdadero funeral, más que la visión del ataúd al ser colocado en el foso. Por fin comprendí que mi padre estaba muerto.

Ayer, una niña de la vecindad vino a jugar con Daniel. Es una pequeña de unos tres años y medio que acaba de aprender que los adultos también han sido niños y que incluso su madre y su padre tienen padres. De repente, la niña levantó el teléfono e inició una conversación simulada, luego se volvió hacia mí y dijo:

—Paul, es tu padre. Quiere hablar contigo.

Fue horrible. Por un instante pensé que había un fantasma al otro extremo de la línea y que realmente quería hablar conmigo.

—No —dije por fin de forma abrupta—, no puede ser mi padre. Hoy no puede llamar porque está en otro sitio.

Esperé a que colgara el teléfono y salí de la habitación.

En el armario de su dormitorio había encontrado cientos de fotografías, algunas dentro de sobres de papel Manila, otras pegadas a las páginas arrugadas y negras de álbumes y otras más sueltas, desparramadas por los cajones. Por la forma en que las guardaba, deduje que nunca las miraba, y que probablemente incluso habría olvidado que estaban allí. Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía: «Los Auster. Esta es nuestra vida» y estaba completamente vacío. Alguien, sin duda mi madre, había encargado el álbum, pero nadie se había tomado la molestia de llenarlo.

Una vez de vuelta en casa, me puse a examinar las fotografías con una fascinación casi obsesiva. Las encontraba irresistibles, valiosas, algo así como reliquias sagradas. Tenía la impresión de que podrían ofrecerme una información que yo no poseía, revelarme una verdad hasta entonces secreta, y estudié cada una de ellas con atención, fijándome en los más mínimos detalles, la sombra más insignificante, hasta que todas las imágenes se convirtieron en una parte de mí mismo. No quería que nada se me escapara.

La muerte despoja al hombre de su alma. En vida, un hombre y su cuerpo son sinónimos; en la muerte, una cosa es el hombre y otra su cuerpo. Decimos: «Éste es el cuerpo de X», como si el cuerpo, que una vez fue el hombre mismo y no algo que lo representaba o que le pertenecía, sino el mismísimo hombre llamado X, de repente careciera de importancia. Cuando un hombre entra en una habitación y uno le estrecha la mano, no siente que es su mano lo que estrecha, o que le estrecha la mano a su cuerpo, sino que le estrecha la mano a él. La muerte lo cambia todo. Decimos «éste es el cuerpo de X» y no «éste es X». La sintaxis es completamente diferente. Ahora hablamos de dos cosas en lugar de una, dando por hecho que el hombre sigue existiendo, pero sólo como idea, como un grupo de imágenes y recuerdos en las mentes de otras personas; mientras que el cuerpo no es más que carne y huesos, sólo un montoncillo de materia.

El descubrimiento de esas fotografías fue importante para mí porque parecían reafirmar la presencia física de mi padre en el mundo, permitirme la idea ilusoria de que aún estaba allí. El hecho de que muchas de estas fotografías eran totalmente desconocidas para mí, sobre todo las de su juventud, me daba la extraña sensación de que lo veía por primera vez y de que una parte de él comenzaba a existir ahora. Había perdido a mi padre; pero al mismo tiempo lo había encontrado. Mientras mantuviera aquellas fotografías ante mi vista, mientras las siguiera contemplando con absoluta atención, sería como si estuviera vivo, incluso en la muerte. Y si no vivo, al menos tampoco muerto; más bien en suspenso, encerrado en un universo que no tenía nada que ver con la muerte y en el cual la muerte nunca podría entrar.








viernes, 22 de agosto de 2025

Conversación  




¡Sois un brillante cielo de otoño, claro y rosa!

Pero en mí la tristeza sube, mar de letargo,

y al refluir le deja al labio, dolorosa,

la memoria que abrasa igual que un lodo amargo.


—Tu mano roza en vano mi pecho que se arroba;

lo que ella busca, amiga, es sitio que ha saqueado

la mujer con sus garras y sus dientes de loba.

No hay corazón; las bestias ya lo han devorado.


Es palacio arrasado por una plebe ruda;

¡allí se embriaga y mata, se destrozan los seres!

—¡Un perfume os rodea la garganta desnuda!


¡Oh, Belleza, flagelo del alma, tú lo quieres!

¡Con tus ojos de fuego, antorchas hechiceras,

calcina estos despojos que han dejado las fieras!


Charles Baudelaire

Del poemario: "​Las flores del mal​"



sábado, 16 de agosto de 2025

 

Otra vida, otra vez






Él se sienta en el colchón, sus nalgas desplegándose de tal manera que estira y saca la sábana de las esquinas. La ropa que tiene puesta está tiesa del frío, y la pintura seca salpicada por los pantalones se ha congelado y vuelto remaches. Huele a pan. Ha estado hablando de la casa que quiere comprar, y lo difícil que es encontrar una cuando eres latino. Cuando le pido que se levante para arreglar la cama, camina hacia la ventana. Tanta nieve, dice. Asiento pero quisiera que se callara. Ana Iris está tratando de dormir en el otro extremo del cuarto. Se ha pasado media noche rezando por sus hijos allá en Samaná y sé que por la mañana tiene que ir a trabajar en la fábrica. Ella se mueve inquieta, sepultada bajo las mantas, tiene hasta la cabeza debajo de la almohada. Aun aquí, en Estados Unidos, coloca un mosquitero por encima de la cama.

Hay un camión tratando de doblar la esquina, me dice. Me alegro de no ser ese chamaco.

Hay mucho tráfico en la calle, digo, y así es. Por las mañanas encuentro la sal y gravilla que derramaran los camiones por el césped, como tesoros en la nieve. Acuéstate, le digo, y viene hacia mí y se desliza debajo de las mantas. Su ropa es áspera y espero hasta que se ponga calentito entre las sábanas para desabrocharle el pantalón. Tiritamos juntos y él no me toca hasta que dejamos de hacerlo.

Yasmín, dice. Su bigote roza mi oreja, serruchando. Un hombre murió hoy en la fábrica de pan. Por un momento, no dice más nada, como si el silencio fuera un elástico que le va a traer las próximas palabras. Un tipo se cayó de las vigas del techo. Héctor lo encontró entre las transportadoras.

¿Lo conocías?

Sí. Lo recluté en un bar. Le prometí que no lo iban a engañar.

Qué mala suerte, digo. Espero que no haya tenido familia.

Creo que sí.

¿Lo viste?

¿Cómo que si lo vi?

¿Que si lo viste muerto?

No. Llamé al supervisor y me dijo que no dejara que nadie se acercara. Cruza los brazos. Y yo que siempre trabajo en esas vigas.

Tú eres un hombre con suerte, Ramón.

Sí, pero ¿y si hubiera sido yo?

No hagas preguntas estúpidas.

¿Qué hubieras hecho tú?

Aprieto mi cara contra la suya; si espera más entonces se ha equivocado de mujer. Quiero decirle: Haría exactamente lo mismo que tu esposa en Santo Domingo. Ana Iris refunfuña desde su esquina, pero no le pasa nada. Está tratando de evitar que me meta en problemas. Él se queda callado porque no quiere despertarla. Después de un rato, va y se sienta al lado de la ventana. Está nevando de nuevo. Radio WADO dice que este invierno va a ser peor que los últimos cuatro, quizá peor que los últimos diez. Lo observo: fuma, sus dedos trazan los huesos finos de la cuenca de sus ojos, la piel suelta alrededor de la boca. Me pregunto en quién estará pensando. Su esposa, Virta, o quizá su hijo. Tiene una casa en Villa Juana; he visto las fotos que Virta mandó. Ella se ve flaca y triste, el hijo difunto a su lado. Él guarda las fotos en un jarro muy bien sellado debajo de su cama.

Nos quedamos dormidos sin besarnos. Más tarde yo me despierto y él también. Le pregunto que si va a regresar a su apartamento y me dice que no. La próxima vez que abro los ojos, él sigue dormido. En el frío y la oscuridad del cuarto podría ser cualquiera. Levanto su manota. Pesa, y tiene harina bajo las uñas. Algunas veces le beso los nudillos, arrugados como ciruelas. En los tres años que hemos estado juntos, sus manos siempre han tenido sabor a galleta y pan.

 

No habla ni conmigo ni con Ana Iris mientras se viste. En el bolsillo de la chaqueta lleva una rasuradora desechable azul cuyo filo ha empezado a oxidarse. Se enjabona los cachetes y el mentón con el agua fría aún por las tuberías; se raspa la cara para dejarla limpia, cambiando tocones de barba por postillas. Sigo mirándolo mientras mi pecho desnudo se eriza como piel de gallina. Pisa fuerte cuando baja las escaleras y sale a la calle, todavía lleva un poquitico de pasta dental pegada a los dientes. Tan pronto sale, oigo a mis compañeras de cuarto quejándose de él. Cuando entre en la cocina, me preguntarán si no tiene su propia cama en que dormir. Y les diré que sí, sonriendo. Por la ventana cubierta de escarcha lo veo cuando se sube la capucha y se arregla la triple capa de camisa, suéter y abrigo.

Ana Iris emerge de entre las mantas. ¿Qué haces?, me pregunta.

Nada, digo. Me observa desde la telaraña loca de su pelo mientras me visto.

Tienes que aprender a confiar en tus hombres, me dice.

Confío.

Me besa la nariz, baja las escaleras. Me peino, limpio las migajas y los pelos púbicos del cubrecama. Ana Iris no cree que él me vaya a dejar; cree que ya está muy bien instalado aquí, que hemos estado juntos demasiado tiempo. Es el tipo de hombre que va al aeropuerto pero que no se acaba de montar en el avión, me dice. Ana Iris dejó sus hijos en la isla y no ha visto a aquellos tres muchachos en casi siete años. Ella entiende lo que se sacrifica para poder viajar.

En el baño, contemplo mis ojos. Los pelitos de su barba siguen atrapados en gotas de agua y tiemblan como agujas de brújulas.

Trabajo a dos cuadras, en el hospital Saint Peter. Nunca llego tarde. Nunca salgo de la lavandería del hospital. Nunca me escapo del calor. Lleno las lavadoras, lleno las secadoras, despego la tela de pelusa de los filtros, mido tazas rebosantes del detergente cristalizado. Superviso a otras cuatro trabajadoras y gano un sueldo americano, pero es trabajo de burro. Uso guantes para separar las montañas de sábanas. Las sucias las traen las camilleras, casi todas morenas. Nunca veo a los enfermos; me visitan a través de las manchas y las marcas que dejan en las sábanas, un alfabeto de dolor y muerte. Muchas veces las manchas son muy intensas y tengo que poner las sábanas en una canasta especial. Una de las muchachas de Baitoa me dijo que se enteró de que todo lo que cae en esa canasta lo incineran. Por el sida, me susurra. Algunas veces las manchas están oxidadas y son viejas y otras veces la sangre huele tan fresca como lluvia. Con toda la sangre que vemos te imaginarías que hay una gran guerra mundial. Pero es solo la guerra dentro de los propios cuerpos, dice la nueva empleada.

No es que se pueda contar mucho con las muchachas, pero disfruto trabajar con ellas. Ponen música, discuten, y me hacen cuentos divertidos. Y como no les grito ni las presiono, les caigo bien. Son jóvenes, y están en Estados Unidos porque sus padres las mandaron. Tienen la misma edad que yo cuando llegué. Me ven ahora, a los veintiocho y con cinco años aquí, como una veterana, una roca, pero en esos primeros días me sentía tan sola que cada día era como si me comiera mi propio corazón.

Algunas de las muchachas tienen novios y esas son precisamente con las que no se puede contar. Llegan tarde o se desaparecen por semanas enteras; se mudan a Nueva York o Union City sin avisar. Entonces tengo que ir a la oficina del manager. Es un hombre bajito, flaquito, parece un pájaro; no tiene un pelo en la cara, pero se le ve un puñado en el pecho y otro en el cuello. Cuando le digo lo que ha pasado, saca la solicitud de trabajo de la muchacha que se ha ido y la rompe en dos; es un sonido muy limpio. En menos de una hora ya una de las otras me ha mandado una amiga para llenar una solicitud de trabajo.

La más nueva se llama Samantha y es problemática. Es trigueña, de mala cara y con una boca que parece llena de vidrio; cuando menos te lo esperas, te corta. Empezó cuando una de las otras se fugó a Delaware. Lleva solamente seis semanas en Estados Unidos y no puede creer que haga tanto frío. Ya van dos veces que tumba los barriles de detergente; tiene el mal hábito de trabajar sin guantes y luego tocarse los ojos. Me cuenta que ha estado enferma, que se ha tenido que mudar dos veces, y que sus compañeras de casa le han robado dinero. Tiene la mirada asustada y atormentada del que tiene mala suerte. Trabajo es trabajo, le digo, pero le presto algo para el almuerzo y la dejo que use las máquinas para lavar su propia ropa. Creía que me iba a dar las gracias, pero en vez me dice que hablo como un hombre.

Esto se pone mejor, ¿no?, la oigo cuando les pregunta a las otras. Peor, le dicen. Deja que llegue la lluvia helada. Me mira con media sonrisa, insegura. Tiene quince años, quizá, y es demasiado flaca para haber parido, pero ya me ha enseñado las fotos de su gordito, Manolo. Está esperando que le conteste, le interesa mi opinión porque soy la veterana, pero volteo la cara y lleno la próxima lavadora. He tratado de explicarle el truco del trabajo duro pero no le importa. Mastica chicle y me sonríe como si yo fuera una vieja de setenta. Cuando abro la próxima sábana tiene una mancha de sangre como una flor, más o menos del tamaño de mi mano. A la canasta, digo, y Samantha la destapa. Hago una bola con la sábana y la tiro. Cae perfectamente, y el peso del centro se lleva las esquinas.

 

Después de nueve horas de alisar sábanas, llego a casa y me como una yuca fría con aceite caliente mientras espero que Ramón venga por mí en un carro prestado. Me va a llevar a ver otra casa. Ha sido su sueño desde que puso pie en Estados Unidos, y ahora, después de todos los trabajos que ha tenido y el dinero que ha ahorrado, tiene la posibilidad. ¿Cuántos llegan a este punto? Solo los que nunca se desvían, los que jamás cometen errores, los que jamás tienen mala suerte. Así es Ramón, más o menos. Para él, la casa es algo serio, lo que quiere decir que lo tiene que ser para mí también. Cada semana salimos al mundo a ver lo que hay. Para él, es toda una ocasión, y se viste como si estuviera entrevistándose para una visa. Manejamos por los barrios más tranquilos de Paterson, donde los árboles les hacen fondo a los techos y los garajes. Es muy importante tener cuidado, dice, y estoy de acuerdo. Me lleva cuando puede, pero me doy cuenta que no ayudo mucho. No me gusta el cambio, le digo, y por lo tanto solo veo lo malo de las casas que le gustan a él. Luego, de vuelta en el carro, me acusa de sabotaje, de ser dura.

Se supone que esta noche vamos a ver otra casa. Entra en la cocina aplaudiendo, las manos resecas, pero no estoy de buen humor y se da cuenta. Se sienta a mi lado. Me toca la rodilla. ¿No vienes conmigo?

Me siento mal.

¿Tan mal?

Lo suficientemente mal.

Se pasa la mano por la barba. ¿Y qué pasa si encuentro la casa? ¿Quieres que decida solo?

No creo que eso vaya a pasar.

¿Y si sí?

Jamás me mudaré a esa casa, y tú lo sabes.

Hace una mueca. Mira el reloj. Se va.

Ana Iris está en su otro trabajo, así que estoy sola en casa esta noche, escuchando por la radio cómo el país entero se está congelando. Trato de mantenerme en calma, pero para las nueve de la noche ya tengo todo lo que Ramón guarda en el clóset desplegado ante mí, precisamente las cosas que me ha advertido que jamás debo ni siquiera tocar. Sus libros y alguna ropa, unos espejuelos viejos en un estuche de cartón, y un par de chancletas gastadas. También hay cientos de billetes de lotería en rollos que se desbaratan cuando los toco. Y docenas de postalitas de béisbol, todos jugadores dominicanos –Guzmán, Fernández, los Alou– bateando, abanicando y atrapando un tremendo linietazo del otro lado de la raya. Me ha dejado ropa sucia para lavar, pero no he tenido tiempo de hacerlo. Ahora la preparo y veo que todavía hay levadura en los ruedos de los pantalones y en los puños de las camisas de trabajo.

Las cartas de Virta están en una caja en la repisa de arriba del clóset, amarradas con una liga gruesa de color marrón. Son casi ocho años de cartas. Los sobres están desgastados y frágiles y creo que se le ha olvidado que las escondió allí. Las encontré un mes después de que guardó sus cosas, al principio de nuestra relación. No pude resistir la tentación, aunque después me arrepentí.

Jura que dejó de escribirle el año antes de que comenzáramos, pero no es verdad. Todos los meses paso por su apartamento a dejarle la ropa limpia y leo las cartas nuevas, las que esconde debajo de la cama. Me sé el nombre completo de Virta, su dirección, sé que trabaja en una fábrica de chocolates y también sé que Ramón no le ha dicho nada sobre mí.

Con los años las cartas se han vuelto más bellas y ahora la letra de su esposa también ha cambiado; hace nudos, enlaza las letras alargándolas más allá de la línea siguiente, como un timón. Por favor, querido esposo, por favor, háblame, dime qué pasa. ¿Cuánto tiempo tuvo que pasar para que tu esposa dejara de importarte?

Me siento mejor después de leer las cartas. Pero no creo que eso diga nada bueno de mí.

 

No estamos aquí para divertirnos, me dijo Ana Iris el día que nos conocimos, y le contesté: Tienes razón, aunque no quería admitirlo.

Hoy le repito lo mismo a Samantha y ella me mira con odio. Cuando llegué al trabajo esta mañana, me la encontré llorando en el baño, y aunque quisiera dejarla descansar por una hora, nuestros jefes jamás nos lo permitirían. La puse a doblar pero ahora le tiemblan las manos y está a punto de ponerse a llorar de nuevo. La vigilo un rato y entonces le pregunto que qué le pasa y ella me dice: ¿Qué no me pasa?

Este país no es fácil, dice Ana Iris. Hay muchas muchachas que no duran ni un año.

Concéntrate en el trabajo, le aconsejo a Samantha. Eso ayuda.

Asiente, pero su cara de niña está vacía. Probablemente extraña a su hijo, o al padre del pequeño. O a nuestro país entero, en el que nunca piensas hasta que ya no está al alcance, y al que nunca quieres tanto hasta que estás lejos. Le aprieto el brazo y subo a la oficina a reportarme. Cuando regreso se ha desaparecido. Las otras se hacen las que no se han dado cuenta. Chequeo el baño y me encuentro una pila de toallas de papel estrujadas en el piso. Las recojo y las abro y las pongo sobre el lavamanos.

Hasta después del almuerzo sigo esperando que regrese y diga: Aquí estoy. Salí a coger un poco de aire.

 

La verdad es que me siento muy dichosa de tener una amiga como Ana Iris. Es mi hermana. La mayoría de la gente que conozco en Estados Unidos no tienen amigos; viven atestados en pequeños apartamentos. Tienen frío, se sienten solos, cansados. He visto las filas en esos lugares para hacer llamadas, y también a los tipos que venden números de tarjetas de crédito robadas, y todos los cuartos que llevan en los bolsillos.

Era igual cuando llegué a Estados Unidos, andaba sola, vivía con nueve mujeres en un segundo piso arriba de un bar. No se podía dormir de noche por la gritería, la bulla y las botellas explotando en el bar. Mis compañeras de cuarto se la pasaban discutiendo sobre quién le debía cuánto a quién y quién le había robado a quién. Cuando tenía algún dinero iba al lugar de las llamadas y llamaba a mi mamá, pero era solo para oír las voces de la gente del barrio cuando pasaban el teléfono de mano en mano, como si mi voz les pudiera traer buena suerte. En ese entonces Ramón era mi jefe. Todavía no estábamos juntos, eso tomaría dos años. Él tenía un guiso de limpiar casas, allá en Piscataway. El día que nos conocimos me echó una mirada crítica. ¿Y de qué pueblo eres?

Moca.

Mata dictador, dijo, y al rato me preguntó cuál era mi equipo favorito.

Águilas, le dije sin interés.

Licey, explotó. Es el único equipo en la isla que vale la pena.

Lo dijo en el mismo tono de voz que usaba para mandarme a limpiar un inodoro o fregar una estufa. En esos días no me caía nada bien. Era demasiado arrogante y escandaloso y me ponía a canturrear cuando lo oía discutiendo el pago con los dueños de las casas. Pero por lo menos no trataba de violarte, como era la costumbre entre los otros jefes. Por lo menos. No miraba a nadie, no tocaba a nadie. Tenía otros planes, planes importantes, nos decía, y con simplemente observarlo se lo creías.

Mis primeros meses aquí me los pasé limpiando casas y oyendo a Ramón discutir. En aquellos tiempos daba largas caminatas por la ciudad y esperaba los domingos para llamar a mi mamá. Durante el día me contemplaba en los espejos de aquellas casas espléndidas y me decía que me estaba yendo muy bien y al llegar a la casa me sentaba frente del pequeño televisor alrededor del cual todas nos apretujábamos, y creía que lo que tenía era suficiente.

Conocí a Ana Iris después que fracasó el negocio de Ramón. No hay suficientes ricos por estas partes, dijo sin desánimo. La conocí en una pescadería a través de unos amigos. Mientras hablábamos Ana Iris partía y preparaba pescado. Pensé que era boricua, pero después me dijo que era mitad boricua, mitad dominicana. Lo mejor y lo peor del Caribe, dijo. Era rápida y exacta cuando cortaba y sus filetes no eran irregulares como muchos de los otros que reposaban sobre el hielo granizado. Quería saber si yo podía trabajar en un hospital.

Hago lo que sea, dije.

Habrá sangre.

Si tú puedes picar pescado, yo puedo trabajar en un hospital.

Fue quien me tomó las primeras fotos que mandé a Santo Domingo, fotos borrosas en las que sonreía, bien vestida e insegura. En una estoy parada frente a un McDonald’s porque sabía que a mi mamá le iba a gustar esa americanada. En otra estoy en una librería y hago como que estoy leyendo, aunque el libro es en inglés. Tengo el pelo recogido y la piel alrededor de las orejas se me nota pálida por falta de sol. Me veo tan flaca que parezco enferma. En la foto que quedo mejor estoy frente a un edificio de la universidad. No se ve ni un estudiante pero hay cientos de sillas plegables que han arreglado para un evento. Estoy frente a las sillas y las sillas frente a mí y bajo esa luz mis manos parecen deslumbrantes contra el azul de mi vestido.

 

Tres noches a la semana vamos a ver casas. Están en malísimas condiciones; son casas para fantasmas y cucarachas y para nosotros, los hispanos. Aun así, hay poca gente dispuesta a vendérnoslas. En persona nos tratan bien pero al final nunca nos llaman, y la próxima vez que Ramón pasa por cualquiera de las casas, ya hay otra gente viviendo allí, casi siempre blanquitos, cuidando el césped que debía haber sido nuestro, y espantando cuervos de lo que debían haber sido nuestras moreras. Hoy un abuelo con rayitos rojos entre las canas nos dijo que le caímos bien. Fue soldado y estuvo en nuestro país durante la Guerra Civil. Buena gente, dice. Gente linda. La casa no está completamente arruinada y los dos estamos nerviosos. Ramón lo escudriña todo como una gata preñada buscando dónde parir. Entra en los clósets, da golpecitos en las paredes y se pasa por lo menos cinco minutos chequeando con la yema de los dedos los empalmes húmedos en las paredes del sótano. Huele el aire en busca de moho. En el baño yo descargo el inodoro mientras él revisa la presión del agua con la mano bajo el chorro de la ducha. Registramos los gabinetes de la cocina a ver si hay cucarachas. En la habitación de al lado, el abuelo está en el teléfono chequeando nuestras referencias y se ríe por algo que le dicen.

Cuando cuelga le comenta algo a Ramón que no entiendo. Con esta gente no me fío ni en el tono de voz, te mientan la madre con el mismo tono con que te saludan. Espero, pero sin esperanza, hasta que Ramón se me acerca y dice que todo parece estar en orden.

Maravilloso, digo, todavía convencida de que Ramón va a cambiar de parecer. Él no confía en nada ni nadie, y cuando llegamos al carro empieza, seguro de que el viejo le está tratando de hacer trampa.

Pero ¿qué pasa? ¿Viste algo sospechoso?

Es que hacen que todo parezca bien, es parte del truco. Tú verás, en dos semanas se nos cae el techo encima.

¿No crees que lo arregle?

Dice que sí, pero ¿cómo vas a confiar en un viejo como ese? Si ese viejo debería estar en un asilo.

No hablamos más. Baja la cabeza, sube los hombros, y los tendones del cuello se le sobresaltan. Sé que si abro la boca, explota. Frena al llegar a casa y los neumáticos resbalan en la nieve.

Pregunto: ¿Vas a trabajar esta noche?

Claro que voy a trabajar esta noche.

Está cansado y se acomoda en el Buick. El parabrisas está sucio y cubierto de hollín, y en los márgenes del cristal donde no llegan los limpiavidrios hay como una corteza. Vemos a dos carajitos bombardeando a un tercero con bolas de nieve y siento cuando Ramón se entristece; sé que está pensando en su hijo, y en ese momento lo que quiero es abrazarlo y decirle que todo va a salir bien.

¿Te veo después?

Depende de cómo vaya el trabajo.

OK, digo.

Cuando les cuento lo de la casa a mis compañeras de cuarto, sentadas alrededor de la mesa cubierta por un mantel manchado de grasa, intercambian sonrisas falsas. Parece que vas a estar bien cómoda, dice Marisol.

Sin preocupaciones para ti.

Cero preocupaciones. Debes estar muy orgullosa.

Sí, les digo.

Cuando me acuesto oigo los camiones rondando por las calles, llenos de sal y arena. Me despierto a media noche y me doy cuenta que él no ha regresado, pero no me enojo sino hasta por la mañana. La cama de Ana Iris está hecha, el mosquitero doblado con cuidado al pie del cubrecama. La oigo haciendo gárgaras en el baño. Tengo las manos y los pies morados del frío y no puedo ver por la ventana porque está cubierta de escarcha y carámbanos de hielo. Cuando Ana Iris comienza a rezar, le ruego que no, que hoy no, por favor.

Ella baja las manos. Me visto.

 

Me habla de nuevo sobre el hombre que se cayó de las vigas. ¿Qué harías si hubiese sido yo?, me pregunta de nuevo.

Me buscaría otro hombre, le digo.

Sonríe. ¿Ah, sí? ¿Y dónde lo buscarías?

Tienes amigos, ¿no?

¿Y qué tipo de hombre tocaría la novia de un amigo muerto?

No sé, digo. No tendría por qué decírselo a nadie. Encontraría un hombre en la misma manera que te encontré a ti.

Pero todo el mundo se daría cuenta. Hasta el más bruto vería la muerte en tus ojos.

No hay que pasarse la vida entera de luto.

Hay gente que sí. Me besa. Apuesto que tú sí. Soy un hombre difícil de remplazar. Eso me dicen en el trabajo.

¿Cuánto tiempo estuviste de luto por tu hijo?

Deja de besarme. Enriquillo. Estuve de luto por mucho tiempo. Todavía lo extraño.

Pues no se te ve.

Es que no me miras con el suficiente cuidado.

No creo que se te vea.

Baja la mano. No eres una mujer sagaz.

Solo te digo que no se te ve.

Ahora veo, dice, que no eres una mujer sagaz.

Mientras se sienta al lado de la ventana y fuma, saco de mi cartera la última carta de su mujer y la abro para que la vea. No sabe lo descarada que puedo ser. Es una sola hoja y huele a agua de violeta. En el centro de la página Virta ha escrito con cuidadosa letra: Por favor. Eso es todo. Le sonrío y vuelvo a meter la carta en el sobre.

Una vez Ana Iris me preguntó que si lo quería y le conté sobre las luces en mi antigua casa en la capital, cómo parpadeaban y nunca sabías si se iban a ir. Tenías que dejar lo que estuvieras haciendo y esperar porque la verdad es que no podías hacer nada hasta que las luces se decidieran. Así, le dije, es como me siento.

 

Su mujer es así: pequeña, con enormes caderas y la grave seriedad que le toca a una mujer a quien llamarán doña antes que cumpla los cuarenta. Sospecho que si viviéramos la misma vida jamás seríamos amigas.

 

Levanto las sábanas azules del hospital frente a mí y cierro los ojos, pero las manchas de sangre insisten en flotar en la oscuridad. ¿Y si usamos cloro?, me pregunta Samantha. Ha regresado pero no sé cuánto tiempo se quedará. No entiendo por qué no acabo de despedirla. Quizá porque quiero darle un chance. Quizá porque quiero ver si se queda o se va. ¿Y eso qué me dirá? Sospecho que nada. En la funda que tengo a mis pies está la ropa de Ramón y la lavo junto con las cosas del hospital. Por un día llevará el olor de mi trabajo, pero sé que el pan es más fuerte que la sangre.

No he dejado de buscar evidencias de que la extraña. No debes pensar en eso, me dice Ana Iris. Sácate eso de la cabeza. Te vas a volver loca.

Así es como Ana Iris sobrevive aquí, como puede mantener su equilibrio a pesar de la situación con sus hijos. Así es como todos sobrevivimos aquí, en parte. He visto fotos de sus tres hijos, tres varoncitos jugando en el Jardín Japonés, cerca de un pino, sonriendo, el más pequeño es solo una mancha borrosa de azafrán que trata de evitar la cámara. Procuro seguir sus consejos y de camino a casa y al trabajo me concentro en los otros sonámbulos que me rodean, los hombres que barren las calles y los que se paran en la entrada trasera de los restaurantes con el pelo sin cortar, fumando cigarrillos; la gente trajeada que sale de los trenes en tropel, muchos harán una parada en casa de sus amantes y eso es en todo lo que pensarán mientras mastican la cena fría en sus hogares, mientras están en la cama con sus parejas. Pienso en mi mamá, que tuvo una relación con un hombre casado cuando yo tenía siete años, un hombre guapo con barba y rostro curtido quien era tan negro que todo el mundo que lo conocía le decía Noche. Trabajaba instalando cables de CODETEL en el campo, pero vivía en nuestro barrio y tenía dos hijos con una mujer con quien se había casado en Pedernales. Su esposa era muy linda, y cuando pienso en la mujer de Ramón la veo a ella, en tacones, exhibiendo esas largas piernas morenas, una mujer más cálida que el aire que la rodeaba. Una mujer buena. No me imagino a la esposa de Ramón como inculta. Ve las telenovelas solo para pasar el tiempo. En sus cartas habla de un niño que cuida a quien quiere casi tanto como quiso a su hijo. Al principio, cuando Ramón no hacía tanto tiempo que se había ido, ella creía que podían tener otro hijo, igualito que este Víctor, su amorcito. Juega pelota igual que tú, Virta dice en la carta. Jamás menciona a Enriquillo.

 

Aquí hay calamidades sin fin, pero a veces puedo vernos claramente en el futuro, y es bueno. Viviremos en su casa y le cocinaré y cuando deje comida en la mesa le diré que es un zángano. Puedo verme, contemplándolo mientras se afeita por las mañanas. Pero otras veces nos veo en esa casa y veo cómo al levantarse un día soleado (o un día como hoy, cuando hace tanto frío que la mente te da vueltas cada vez que sopla el viento), se dará cuenta de que todo ha sido una equivocación. Se lavará la cara y se volverá hacia mí. Lo siento, dirá. Me tengo que ir.

Samantha llega al trabajo enferma, con el flu; me estoy muriendo, dice, y todo lo hace con gran esfuerzo, se apoya contra la pared para descansar, no come nada, y al día siguiente estoy enferma yo también y se lo pego a Ramón; dice que soy una comemierda por pasárselo. ¿Crees que puedo perder un día de trabajo?, pregunta indignado.

No digo nada; sé que solo lo voy a fastidiar.

Sus encabronamientos no duran mucho. Tiene demasiadas otras cosas en la cabeza.

El viernes viene a actualizarme sobre la casa. Me dice que el viejo nos la quiere vender. Me enseña un papeleo que no entiendo. Está contento pero también tiene miedo. Reconozco esa sensación, también la he sentido.

¿Qué crees que debo hacer? No me mira a los ojos, mira por la ventana.

Creo que debes comprarte la casa. Te lo mereces.

Asiente. Pero necesito que el viejo baje el precio. Saca los cigarrillos. ¿Tienes alguna idea cuánto he esperado por esto? Ser dueño de tu propia casa en este país es comenzar a vivir.

Trato de plantear el tema de Virta pero lo esquiva, como siempre.

Ya te dije que eso terminó, me dice bruscamente. ¿Qué más quieres? ¿Un maldito cadáver? Las mujeres nunca saben cuándo dejar las cosas tranquilas. No sabes cómo dejar las cosas en paz.

Esa noche Ana Iris y yo vamos al cine. No entendemos nada porque la película es en inglés, pero a las dos nos gustan las alfombras nuevas y limpias del teatro. Las rayitas azules y rosadas de neón parecen relámpagos en las paredes. Compramos palomitas de maíz para compartir y metemos de contrabando unas latas de jugo de tamarindo que compramos en la bodega. A nuestro alrededor la gente habla y nosotras también.

Qué suerte que te vas a poder ir, me dice. Esos cueros me van a volver loca.

Me parece que me estoy adelantando pero le digo: Te voy a extrañar, y ella se ríe.

Estarás comenzando otra vida. No tendrás tiempo para extrañarme.

Claro que sí. Te voy a ir a ver casi todos los días.

No tendrás tiempo.

Verás que sí. ¿Te estás tratando de deshacer de mí?

Claro que no, Yasmín. No seas boba.

De todos modos falta mucho tiempo. Me acuerdo de lo que Ramón dice una y otra vez. Cualquier cosa puede pasar.

Nos quedamos calladas por el resto de la película. No le he preguntado lo que piensa de mi situación y ella no me ha dado su opinión. Respetamos nuestro silencio sobre ciertas cosas; por ejemplo, jamás pregunto si algún día piensa traer a sus hijos. No tengo la menor idea de lo que va a hacer. Ha tenido hombres que también han dormido en nuestro cuarto, pero ella no dura mucho con nadie.

Regresamos del cine caminando junticas, con mucho cuidado por el hielo que brilla entre la nieve. El barrio no es muy seguro. Los tígueres por aquí lo único que saben decir en español son malas palabras, se pasan la vida en las esquinas haciéndole mala cara a todo el mundo. Cruzan la calle sin mirar y cuando les pasamos por el lado un gordo nos dice: Mamo toto mejor que nadie en el mundo. Cochino, dice Ana Iris entre dientes, y me agarra la mano. Pasamos frente al apartamento donde vivía antes, el que está arriba del bar, y miro bien la fachada, tratando de acordarme desde cuál ventana miraba al mundo. Vamos, dice Ana Iris, hace demasiado frío.

 

Ramón le debe haber dicho algo a Virta porque las cartas han parado. Parece que es verdad lo que dicen: si esperas lo suficiente, todo puede cambiar.

Lo de la casa ha tomado más tiempo de lo que nos habíamos imaginado. Él casi deja la vaina un montón de veces, tira teléfonos, lanza el trago contra la pared; yo creo que no se va a dar nada, que nada va a pasar. Y entonces se hace el milagro.

Mira, dice, y me enseña los documentos, mira. Casi me está rogando que los mire.

De verdad que estoy contenta por él. Lo lograste, mi amor.

Lo logramos, dice en voz baja. Ahora podemos empezar.

Entonces pone la cabeza sobre la mesa y llora.

Nos mudamos a la casa en diciembre. Es casi una ruina y solo dos habitaciones son habitables. Se parece al primer lugar en que viví cuando llegué a este país. No tenemos calefacción en todo el invierno, y por un mes nos tenemos que bañar con un cubo. Casa de Campo, digo bromeando, pero él no acepta ninguna crítica sobre su «niño». No todo el mundo puede ser dueño de su propia casa, me recuerda. Ahorré por ocho años. No para de trabajar en la casa, y saca materiales de las propiedades abandonadas de la cuadra. Cada tabla del piso que se vuelve a usar es dinero ahorrado, se jacta. A pesar de que hay muchos árboles, el barrio no es fácil y tenemos que tenerlo todo bajo candado todo el tiempo.

Durante las primeras semanas varias personas tocan a la puerta y preguntan si la casa todavía está en venta. Entre ellos hay parejas esperanzadas igual que nosotros. Pero Ramón les tira la puerta como si tuviera miedo de que se lo fueran a llevar con ellos. Cuando soy yo la que contesta, trato de ser más suave. Ya se vendió, digo. Buena suerte con su búsqueda.

Solo sé algo: la esperanza es eterna.

El hospital empieza a construir otra ala; a los tres días de las grúas rodear nuestro edificio como en un rezo, Samantha pide hablar conmigo. El invierno la ha dejado reseca, con manos de reptil y labios tan agrietados que parece que se le pueden partir en cualquier momento. Necesito un préstamo, me dice al oído. Mi mamá está enferma.

Siempre es la madre. Doy la vuelta para irme.

Por favor, ruega. Somos del mismo país.

Verdad. Lo somos.

Alguien te tiene que haber ayudado alguna vez.

Verdad también.

Al día siguiente le doy ochocientos dólares. Es la mitad de mis ahorros. Acuérdate de esto.

Me acordaré, dice.

Está tan contenta. Más contenta de lo que estaba yo cuando nos mudamos a la casa. Cuánto me gustaría ser tan libre, tan suelta. Se pasa el resto del turno cantando canciones de mi juventud, Adamo y toda esa gente. Pero sigue siendo Samantha. Antes de terminarse el turno me dice: No te debes pintar tanto los labios. Ya tienes la bemba demasiado grande.

Ana Iris se ríe. ¿Esa niña te dijo eso?

Así mismo.

Qué desgraciada, dice, no sin admiración.

Al final de la semana, Samantha no regresa al trabajo. Pregunto pero nadie sabe dónde vive. No recuerdo que haya dicho nada especial su último día. Salió tan calladita como siempre, caminando sin rumbo fijo hasta el centro donde cogería una guagua. Le pido a Dios por ella. Recuerdo mi primer año y lo desesperadamente que quería regresar, y cuántas veces lloré. Rezo para que se quede, igual que yo.

Una semana. Espero una semana y después la dejo ir. La muchacha que la remplaza es calladita y gorda y trabaja sin parar y sin quejarse. De vez en cuando, cuando estoy de mal humor, me imagino que Samantha ha regresado a casa y está rodeada de su gente. Allá donde hace calor. La oigo decir: No vuelvo más nunca. No por nada. Ni por nadie.

Hay noches cuando Ramón está trabajando en la plomería o dándole lija al piso que leo las viejas cartas y bebo un poco del ron que guardamos abajo del fregadero y claro que pienso en ella, la de la otra vida.

 

Cuando la próxima carta por fin llega, estoy embarazada. Fue enviada de la antigua casa de Ramón directo a nuestro nuevo hogar. La saco de la pila del correo y la contemplo. Mi corazón bombea como si estuviera solo, como si no hubiera nada más dentro de mí. Quiero abrirla pero llamo a Ana Iris; hace tiempo que no hablamos. Mientras el teléfono suena observo los pájaros que cubren los setos.

Le digo que quiero salir a caminar.

Los brotes en las puntas de las ramas se están abriendo. Cuando entro en el viejo apartamento me besa y me sienta en la mesa de la cocina. Solo quedan dos compañeras de cuarto que conozco, las otras se han mudado o se han regresado. Las nuevas son recién llegadas de la isla. Entran y salen de la cocina sin darme mucha importancia, están muertas de cansancio por el peso de las promesas que han hecho. Quiero aconsejarlas: no hay promesa que sobreviva a ese mar. Se me ve la barriga, y Ana Iris está flaca y gastada. No se ha cortado el pelo en meses; las puntas astilladas forman como un halo alrededor de su cabeza. Todavía sonríe, y es una sonrisa de tanto brillo que es un milagro que no le haya prendido fuego a algo. Una mujer canta una bachata en el piso de arriba y la manera en que su voz flota en el aire me recuerda el tamaño de la casa y lo alto que son los puntales.

Vamos, dice Ana Iris, y me presta una bufanda. Vamos a caminar un poco.

Llevo la carta en las manos. El día tiene el mismo color que las palomas. Cada paso va machacando lo que queda de la nieve, ahora con una capa de gravilla y polvo. Esperamos que pase la fila de carros en el semáforo y entonces nos escabullimos hacia el parque. Los primeros meses que estuvimos juntos Ramón y yo veníamos a este parque todos los días. Para relajarnos un poco después del trabajo, decía, pero me pintaba las uñas de rojo para cada ocasión. Me acuerdo del día antes que hiciéramos el amor por primera vez, cómo yo ya sabía que iba a pasar. Me acababa de contar lo de su mujer y de su hijo. Yo estaba procesando la información, sin decir nada, dejando que mis pies nos guiaran. Nos encontramos con unos carajitos jugando pelota y les arrebató el bate, hizo un par de swings, y les indicó que cubrieran lejos, bien atrás. Pensé que iba a hacer el ridículo y pasar tremenda vergüenza, así que me alejé un poco pensando que le daría una palmadita en el brazo después que tropezara o cuando la pelota cayera a sus pies. Pero conectó con un claro zumbido del bate de aluminio y mandó la pelota muy por encima de donde se habían puesto los muchachos; todo con un movimiento fácil y natural de su cuerpo. Los carajitos levantaron las manos en el aire y gritaron y él me sonrió por encima de sus cabezas.

Caminamos todo lo largo del parque sin hablar y entonces cruzamos la carretera para coger hacia downtown.

Digo: Volvió a escribir, pero Ana Iris me interrumpe.

He estado tratando de llamar a mis hijos, dice. Señala al hombre frente al edificio de la corte, el que vende los números de tarjetas de llamadas robadas. Han crecido tanto, me dice, que es difícil reconocerles la voz.

Después de un rato, tenemos que sentarnos para yo poder tomarle la mano y para que ella pueda llorar. Siento que debo decirle algo pero no tengo la menor idea de por dónde comenzar. Traerá a sus hijos o se regresará. Tanto ha cambiado.

Baja la temperatura. Regresamos a casa. Nos abrazamos en la puerta como por una hora.

Esa noche le doy la carta a Ramón y trato de sonreír mientras la lee.


Junot Díaz