domingo, 31 de marzo de 2024

    



Soneto a Cristo crucificado

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Anónimo


*El Soneto a Cristo crucificado, también conocido por su verso inicial, «No me mueve, mi Dios, para quererte», es una poesía mística de autoría desconocida, escrita en España a finales del siglo XVI​ y publicada por primera vez en 1628.

Se desconoce su autor y se han señalado nombres muy variados, como santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, el franciscano fray Pedro de los Reyes y el agustino mexicano fray Miguel de Guevara, que lo incluyó en su obra manuscrita Arte doctrinal y modo general para aprender la lengua matlaltzinga en 1638.

Sin embargo, santa Teresa de Jesús no solía utilizar los metros largos; por otra parte, ni san Francisco Javier ni san Ignacio de Loyola escribieron ninguna obra poética de valor que pueda compararse a esta. Manuel de Montoliú defendió la tesis de que el autor del soneto pueda ser Lope de Vega.

sábado, 30 de marzo de 2024

 El infierno tan temido



La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo “Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva”, cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.

—Esta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene la columna.

El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase: “Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado”. El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.

Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.

Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.

—Hola —dijo ella—, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.

Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. “Es una mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer”.

—Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la rambla.

Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimimos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras, volvía a medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.

Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.

Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.

Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos —un director, un actor—, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de adecuación, la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirarla o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de la edad.

Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto, Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.

La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de espaldas.

Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error, un absurdo transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.

Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.

—Bueno —dijo en voz alta—, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.

(Al sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)

Volvió a protegerse antes de mirar: “Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido”.

En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable primer plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía “Recuerdos de Bahía”.

En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.

Cuando Gracia conoció a Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.

Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.

—Todo insistía Risso—, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros.

En realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno al trigo.

La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la demencia conservando toda futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.

La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error propicio.

En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.

Solo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres.

Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.

En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.

—Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.

Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no había comprendido nunca. Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.

Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.

Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.

La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano -ahora Teatro Municipal de Santa María- subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.

De modo que el juego, el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fjord, estremeciéndose y murmurando para toda la sala: “Tal vez… pero yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás”, también era aceptado en El Rosario. Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.

La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.

Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de no ser medio para nada. En cuanto a ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:

—Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.

Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento.

Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.

Así que solo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa.

Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso.

Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves —porque los jueves Risso no iba al diario—, hasta una noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.

Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces solo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.

—Bueno; ahora te vestís otra vez —dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.

Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.

Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.

Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro.

Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.

—No se preocupe —dijo Guiñazú—. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.

Era aquel un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.

Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.

Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y para ella- la destrucción, la paz definitiva de la nada.

Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires.

Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.

La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.

—De hombre a hombre —dijo Lanza con resignación—. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arterioesclerosis, me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: “Para ser donada a la colección Risso”, o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin mostrársela.

Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.

La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.

—Comprenderás que después de esto… —tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas—. Comprenderás -repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.

Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.

Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres, sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.

Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y cuando despertó a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella. Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal que lo aqueja.

—Recordando que él hacía Hípicas -contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua -en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.


Juan Carlos Onetti






miércoles, 27 de marzo de 2024


 

Carduelis carduelis

Los sonidos vocales de las aves son de dos tipos: las llamadas, sonidos breves de estructura acústica simple, de una o dos sílabas; y el canto, una secuencia de notas melódicas. Los sonidos se producen en la siringe, compuesta de cuatro membranas, localizada en la parte baja de la tráquea. En las siringes complejas las cuatro membranas funcionan de manera casi independiente, así los cenzontles, cuyo nombre significa en náhuatl «cuatrocientas voces», producen dos notas distintas al mismo tiempo, es decir, un dueto de una sola ave. El canto participa en una gran cantidad de sucesos del ciclo de vida de las aves: como un estimulante sexual para las hembras; para evidenciar el sexo, pues en algunas especies sólo los machos cantan; para demostrar que el macho está dispuesto a defender su pareja o su territorio; para avisar de la presencia de comida, o la cercanía de los depredadores. Las palomas cantan cuando el sol está en el cenit; en las aves nocturnas, es el ocaso el que las hace cantar. Algunas pueden imitar con su canto el de otras aves, ladridos de perro, y aun el sonido de los cascos de un caballo, y, ya se sabe, la voz humana.


Por qué cantan los pájaros

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Cuando terminaron sus estudios en el colegio de monjas donde pasaron internas por cinco años, les tocó despedirse antes de volver cada una a su país. Eran tres. Una se llamaba Sara, otra Gabriela, la otra Claudia. Se juntaron en el café donde iban siempre los domingos, y allí acordaron que nunca más volverían a comunicarse sino veinte años después. Entonces regresarían al mismo lugar para confesarse lo que había sido de sus vidas. La primera que llegara esperaría a las otras en la misma mesa a la que estaban ahora sentadas, al lado de la ventana que daba a la plaza. Y la hora del encuentro sería la misma que marcaban las campanadas del reloj de la torre del ayuntamiento, visible desde la mesa. Las cinco de la tarde.

2

Aquella promesa se la habían hecho a comienzos de la primavera. De modo que cuando veinte años después llegó el día de la cita, también era primavera, pero una primavera de lluvias molestas, como la que caía ese día. Sara llegó primera y fue directo a la mesa. Detrás del cristal de la ventana se veía pasar a los transeúntes bajo imponentes paraguas negros, como si se apresuraran camino de un funeral. Pidió un café expreso. No recordaba el rostro de ninguno de los camareros que iban y venían entre las mesas. El que la atendió ahora apenas habría nacido cuando ellas se despidieron.

Una mujer, desprevenida de la lluvia, atravesó la plaza. Era Gabriela. Cuando Sara la tuvo de frente se dio cuenta que llevaba el pelo teñido de un impreciso color violeta, y le sobraban las joyas. Pulseras, sobre todo. Se besaron, se miraron, una en brazos de la otra, volvieron a besarse. Gabriela, a su vez, vio en Sara a una mujer de ojos tristes que parpadeaban tras los lentes asegurados con una fina cadena de oro. Iba vestida con un gusto impecable, y llevaba el pelo muy corto, como el de un muchacho. Conservaba dos cosas. Conservaba la gracia de convertir el tic que la hacía fruncir hacia un lado la boca en algo así como una sonrisa insinuante. Y conservaba sus hermosos pechos. Altos, llenos. Lo más llamativo de su persona desde los tiempos del internado. 

No tardó en aparecer Claudia. El paso del tiempo, al quitarle la juventud, la hacía ver como una mujer de apariencia mediocre, aún más baja de estatura quizás por los kilos que le sobraban, y que se le veían así mismo en la papada. Se acercó a ellas entre espavientos, y luego lloró. Pidió un vodka tónico. Gabriela quiso otro, era lo de siempre en sus encuentros. Aún servían en el lugar los cocteles en vasos largos adornados con una sombrilla japonesa en miniatura. Sara no bebía. Había pasado por una crisis de alcoholismo, y gracias a la terapia de grupo era abstemia absoluta. Fue la primera confesión que se oyó en la mesa.

Tras muchas efusiones repasaron nimiedades de la vida en el colegio. Recordaron los apodos de las monjas, sus necedades, sus defectos. Recordaron a madre Yolanda, la prefecta, que tenía el vicio de dar conferencias al alumnado sobre las aves canoras, y en el curso de la exposición demostraba que sabía imitar sus trinos. Siempre era la misma conferencia, y el mismo repertorio de pájaros. Como regalo de graduación había dado a todas un pequeño libro escrito por ella misma que se llamaba Por qué cantan los pájaros. Sólo Sara lo conservaba. Lo había encontrado hacía poco trastejando cajas viejas.

Ninguna recordaba ahora las razones que daba la prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros. Pero sí recordaban lo horrible de la comida en el internado, las faltas al reglamento. Recordaron que fumaban en los baños, seguras de no ser descubiertas porque el humo no tardaba en disiparse gracias a la altura de la bóveda del techo que se abría sobre las casetas. Una noche una interna, extranjera como ellas, metió al novio al dormitorio comunal. Una hazaña. Rígidas en sus camas, la cara mirando al cielo raso, los oyeron jadear, oyeron los grititos sofocados de ella. Alguna de las alumnas la denunció al otro día. Las monjas la expulsaron. Pusieron un cablegrama urgente a sus padres para que llegaran por ella y mientras tanto la mandaron a un hotel.

3

Llegó el momento de rendirse cuentas. Caía la noche. En la plaza funcionaba un carrusel que ya había encendido sus racimos de luces. La caja de música del carrusel tocaba una polka, o bien pudo haber sido un vals de compases acentuados.

Sara se ofreció a empezar y la situación resultó ser la siguiente:

Se había casado dos veces, tenía un hijo del primer matrimonio, y una hija del segundo. Su primer marido había sido un dentista. Engañó al dentista al año de casados, y aquel hijo no era suyo. Al segundo marido, que era ingeniero civil, también lo engañaba, pero la niña sí era hija suya. Anselmo se había llamado el dentista. Llegó a su clínica una carta anónima donde se denunciaba la infidelidad de que era víctima, y sin someterla a ningún maltrato la abandonó. El niño de tiempos de ese matrimonio se llamaba Anselmo también, pero su verdadero padre era un instructor de gimnasia, Frank. Bello en su juventud. El segundo marido, el ingeniero civil, se llamaba Horacio. Muy exitoso. La niña, Marisabel, tenía ahora doce años, díscola, caprichosa. Anselmito, en cambio, un ángel. Estudiaba dentistería también, en homenaje al que creía ser su padre. Horacio seguía siendo su marido. La idolatraba, lo único es que era tan aburrido.

Sometida a interrogatorio tuvo que confesar que no era feliz. Las infidelidades no la habían hecho feliz, dijo, y su tic de fruncir hacia un lado la boca, en lugar de convertirse en sonrisa, pareció congelarse en su cara. ¿Y el segundo amante? No engañaba al ingeniero civil con un amante fijo, ahora prefería romances ocasionales que no la comprometieran. Disfrutaba la transgresión, pero cuando se consumaba, la invadía la tristeza. Era como si buscara algo que no lograba encontrar. Por eso se había dedicado en un tiempo a la bebida, y por eso el ingeniero civil había estado dispuesto a abandonarla, más que por sus infidelidades que no conocía.

4

Vino el turno de Gabriela. Antes de rendir su confesión se rió de buena gana, como si con aquella risa anunciara lo divertido, o lo absurdo, de lo que iba a contar. Pidió otro vodka tónico antes de seguir adelante. Quería darse valor. Imagínense, si lo llegara a saber madre Yolanda, la prefecta. Madre Yolanda, la amante del canto de los pájaros, de todas maneras ya debería haber muerto. Era muy vieja. El día de la graduación hubo que subirla casi en peso al estrado, y se había acercado al micrófono apoyándose en dos bastones.

Cuando volvió a su país, dijo Gabriela, empezó un noviazgo con un hombre casado. Estaba dispuesto a divorciarse de su esposa, porque quería todo en buena regla, al punto que mientras ella no salió de casa de su padre jamás tuvieron relaciones carnales. El padre se había opuesto a aquella relación. La viudez, porque quedó viudo poco después de volver ella, lo había endurecido. Y, peor que eso, lo había convertido en moralista, después que toda su vida de casado dio guerra sin ocultarlo, una mujer de cartel tras otra. Se volvió de un catolicismo odioso. Un furibundo practicante. Y como ella no quiso obedecer sus órdenes de que dejara a aquel hombre casado, la echó de la casa.

Mario Alberto se llamaba aquel hombre casado, con dos hijos. No se rían, por favor, pero lo mejor que tenía, si me preguntan cuáles eran sus cualidades, era la de ser supremo bailarín. Parecía pisar las nubes. Lo conoció en casa de una amiga de la infancia, le llevaba diez años pero no importaba.

El caso es que cuando su padre la puso en la calle, no tenía ni para el taxi que debía llevarla a donde debía ir, y tampoco existía ese lugar adonde ir. Así que el hombre casado se encargó de todo. La puso en un hotel, y después en un apartamento pequeño. Era dueño de una fábrica de mercancías de plástico, baldes para pintura, regaderas de jardín, palos de escoba. Se entregó virgen a él la tercera noche que le tocó dormir en el hotel. No se rían, yo era virgen, así fue.

Un mes después murió su padre de un derrame cerebral. Sería de la cólera. La desheredó, y siendo su única descendiente, haciendas, acciones, hasta la casa solariega, todo lo dejó a los padres claretianos. Había llegado al colmo de ayudar a decir misa cada mañana en la iglesia de los claretianos. Él, tan lleno de vanidad y orgullo, que se paraba el sol a verlo cuando se hacía acompañar de las bellezas de moda.

El hombre casado, una vez que probó la miel, ya no quiso divorciarse. Un día la esposa engañada, una mujer insignificante, tocó a mi puerta llevando de la mano al niño más pequeño, que tendría cuatro años, y se echó a llorar. No se rían si les cuento que lloré con ella. Llegó Mario Alberto de la calle, y al hallarnos juntas conversando lo que hizo fue huir. De allí en adelante todo fue declive, caída. Fue alejando sus visitas, hasta que dejó de aparecer. Y después que dejó de aparecer, dejó de pagar el apartamento. Si nos vimos, no me acuerdo.

Entonces se convirtió en vendedora de cosméticos a domicilio. Y un día, mientras iba por una calle cargando su valija de cosméticos, se encontró con un novio de la adolescencia. La vio triste y ojerosa, se lo dijo, que la veía triste y ojerosa, y la invitó a cenar. Bebió varias copas de vino en la cena, bastantes, y esa noche se entregó al novio de la adolescencia. Como le había contado sus dificultades, al irse en la madrugada le dejó un billete de cien dólares sobre la mesa de noche. Como en las películas.

Empezó a buscar a viejas amistades, porque no había muchos novios de la adolescencia de quienes echar mano. Después, amigos de sus amigos, y después, desconocidos amigos de los amigos de sus amigos. La valija de cosméticos pasó a la historia. Pero sabía que por mucho que el círculo se ampliara, con el paso de los años sus atractivos no podían durar, porque en la vida todo se acaba, salud, juventud, todo. De manera que inventó algo que le dio resultado.

Lo que inventó fue recuperar su valija de cosméticos. Y se presentaba en los colegios públicos, de jovencitas más o menos pobres, a hacer pruebas gratis de maquillaje. Fue un éxito. Mientras las maquillaba hacía su selección, y luego invitaba a las elegidas a tomar un refresco a la esquina, y si las cosas prosperaban, las invitaba a un almuerzo. Les regalaba dinero, poco. O las llevaba a las boutiques a que se compraran ropa, y como si fuera en broma les advertía que aquella compra quedaba como deuda, y ellas mismas quedaban en prenda. Pero no era broma. Las invitaba a su apartamento, organizaba fiestecitas vespertinas, llegaban sus amigos, los amigos de sus amigos, los desconocidos amigos de los amigos de sus amigos.

Luego eran ellas mismas las que le llevaban a otras del mismo colegio, o de otros colegios. Ya no necesitó más la valija de cosméticos. Desde que inventaron los celulares, ha dado a cada una un celular para tenerlas a mano. Los clientes sólo pueden llamar a un número central, que es el de ella misma, y ella se encarga de pasar la voz a la escogida.

Un día, cuál es su asombro, llama al teléfono de contactos aquel hombre casado sin saber que era ella. Tanto la habría olvidado que no le reconoció la voz. Entonces le hizo una cita falsa, le dio el nombre del colegio donde debía recoger a la jovencita frente al portón, y a la hora indicada se presentó ella misma a la cita. No se rían, no me pregunten por qué hice eso porque ni yo misma lo sé. Cuando el hombre casado la vio, huyó, segunda vez que huía, pero antes ella se le rió en la cara. Me le reí en la cara, dijo, pero al decirlo las miró una a una, y más bien se soltó en llanto. Claudia abrió la cartera y le alcanzó un pañuelito de papel. Qué cosas las de la vida, adónde nos lleva en sus vueltas, dijo Claudia. Sara preguntó si hasta ahora no había tenido problemas con la policía. Gabriela, mientras se secaba las lágrimas con el pañuelito de papel, contestó que no con la cabeza. Y luego dijo: una tiene que arreglarse bien con la policía para tener un negocio de ese tipo, si entienden lo que quiero decirles. Entendían. Le preguntaron si podía considerarse feliz. ¿Todavía me lo preguntan?, dijo. Y volvió a llorar.

5

Le tocaba a Claudia. Antes de empezar dijo que tenía algo de hambre, de modo que llamó al camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron, y pidió que le llevara el sándwich de pan cubano con lechón, mostaza y tomate, que lo hacían allí de muerte, si es que todavía lo hacían. El camarero dijo que sí, lo hacían. Ninguna de las otras pidió nada de comer. Claudia dijo que quería otro vodka tónico, y Gabriela dijo que estaba bien, la acompañaba.

Partió el sándwich con el cuchillo en tres porciones, y para hacer gala de buenos modales aprendidos un día con las monjas, extendió el plato a las otras dos, ¿no quieren, verdad? No, gracias, no querían. Siempre la misma Gabriela. En el comedor del internado, si se descuidaban, echaba mano del plato de al lado. Cogió la primera porción del sándwich entre los dedos de largas uñas pintadas de nácar, y empezó a masticar despacio con la boca cerrada, a tragar despacio. Pero luego apresuró los mordiscos, y se llenaba los dos carrillos, lo peor de la mala educación a ojos de las monjas. De ellas también había aprendido a no desperdiciar ni una miga, porque el desperdicio del alimento era ofensa al Señor. Fíjense en los pájaros canoros, decía madre Yolanda, recogen hasta el último granito, hasta la última semilla. De manera que igual que los pájaros canoros, ella recogía ahora cada pedacito de corteza caída sobre el mantel. Y mientras comía, sonreía a las otras.

Era viuda. Había enviudado a los tres años de casada. Su marido se había llamado Clarence. Clarence no tenía oficio, sólo estampa, y una mamá que desde el día de la boda los había mantenido a los dos. Bueno, tenía oficio. Siempre era presidente, o era tesorero, o algo, de la directiva del Country Club. Muy deportivo. Jugaba polo, jugaba hockey, jugaba golf, cualquier cosa, con tal de distraerse en algo. Muy social. Siempre estaba en cocteles, en tertulias. Conversador, siempre estaba hablando de todo. Experto en cosas que los otros ni se imaginaban. Las distancias, por ejemplo. Se sabía las distancias entre Londres y París, entre Sidney y Pekín, y las alturas, se sabía la altura del monte Everest, del monte Fujiyama, del Chimborazo. Se sabía la longitud de los ríos, el Amazonas, el Yang Tsé, el Danubio. Murió de enfisema, clavado en la cama de un hospital, le pasó por empedernido fumador. No, nunca tuvieron hijos, gracias a Dios, qué haría ella ahora con hijos. Tampoco le dejó nada, era puro aire, pura apariencia, un mantenido de su mamá, ya les dije. La verdad, le dejó algo. Le dejó un clóset lleno de zapatos de todo estilo, corbatas de seda italiana, chaquetas deportivas con insignias bordadas en la pechera, trajes cruzados, trajes de dos y tres botones, un smoking negro, otro smoking tropical, más la ropa y los instrumentos de sus deportes. Y las tarjetas de crédito reventadas, que la mamá ya no quiso pagar.

De modo que ya veían. Empezó a ganarse la vida como agente vendedora de seguros. Después se pasó a los bienes raíces. Le había ido más que bien. Jamás había vuelto a sentir apetitos sexuales, mejor sola que mal acompañada, niñas. Vivía para ella misma, se mimaba. Se compraba cremas y lociones caras, cosméticos caros, ropa interior cara, vestidos de marca. Hacía cruceros dos veces al año. Viajaba en los aviones en clase ejecutiva, se hospedaba en los pisos ejecutivos de los hoteles. Le fascinaba comer. Cuando dijo esto, extendió las manos con los dedos llenos de mostaza, como buscando auxilio. Sara frunció la boca, atacada por su tic, y le alcanzó una servilleta. Le preguntaron entonces si era feliz, y respondió que si todo aquello podía llamarse la felicidad, era feliz.

6

Se levantaron cuando el camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron veinte años atrás colocaba las sillas sobre las mesas para empezar su tarea de barrer el piso. El reloj de la torre del ayuntamiento dio las once, y el carrusel dormía en las sombras de la plaza cerrado con una cortina de lona. 

Volvieron a despedirse. Pero antes se prometieron que se encontrarían de nuevo aquí diez años después, a las cinco de la tarde en esta misma fecha. El tiempo avanza, y a medida que avanza corre más de prisa. De manera que los plazos se acortan. No podían prometerse tanto como otros veinte años.

7

El día en que se cumplió el plazo para la segunda cita, Sara y Claudia llegaron al mismo tiempo a la puerta del café. Ahora no hubo efusiones. Claudia ahogó un chillido que quiso ser risa. Se miraron, como midiéndose, como si se tuvieran desconfianza. Pero sólo era desconfianza con el tiempo que las había cambiado más de lo que imaginaban.

El tic que obligaba a Sara a fruncir la boca semejaba ahora una mueca de dolor. Había algo de acartonado en su figura. Traía un turbante y sus cejas aparecían borradas. Lo único suyo de recordar eran los lentes atados de la cadena dorada, que no habían cambiado de modelo. Tras ellos, sus ojos, más que tristes, eran unos ojos asombrados.

Claudia había ganado todavía más peso y parecía aún de menor estatura que la vez anterior. Su apariencia no era ya mediocre, sino ridícula. Las canas no concordaban con ella. Envejecía con comicidad. Pero en sus gruesos lentes no había nada cómico, o tal vez sí lo había. Se esforzaba por mirar detrás de ellos, y eso hacía que la falsa apariencia de desconfianza mutua, en ella, fuera mayor.

Encontraron la mesa de siempre ocupada por una pareja de novios, pero ya pagaban para irse. El camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron la primera vez se acercó a limpiar la mesa.

Claudia dijo que esperaría a que llegara Gabriela para ordenar su vodka tónico. Sara ordenó de una vez su café expreso. El reloj de la torre del ayuntamiento marcaba las cinco y cuarto. Cuando Sara terminó su café había pasado otro cuarto de hora. Se miraron. Era imposible saber lo que habría pasado con Gabriela, porque la regla de no comunicarse nunca mientras corría el plazo había quedado vigente.

El camarero se acercó llevando un sobre. Dijo que aquel sobre había llegado por el correo una semana atrás, consignado al café, y que si serían ellas las personas a las que aludía la nota que venía escrita a mano encima: «Entregar a las dos mujeres que a las cinco de la tarde del día [aquí el día] se sentarán en la mesa al lado de la ventana que mira a la plaza». Dijeron que sí, eran ellas. 

Sara preguntó a Claudia si estaría de acuerdo en que leyeran por último el mensaje de la ausente, cuando ambas hubieran hecho sus confesiones. Claudia estuvo de acuerdo, y pidió su vodka tónico.

8

Empezó Sara, como la vez anterior. Contó que padecía de un cáncer mamario. Le habían quitado los dos pechos, por lo que usaba un brassier con relleno de silicón. La «quimio» le había hecho perder las cejas y el pelo. Se quitó el turbante y mostró la cabeza desnuda. Seguía todavía con la «quimio», no sabía hasta cuándo. También le aplicaban radiaciones. Decía «quimio», al referirse a la quimioterapia, en tono tal vez cariñoso, pero con cierto desdén. Me dejaron plana, niña, dijo, como cuando tenía diez años. Como te imaginarás, dijo, he perdido el apetito por los amores, sin mis pechos no soy nada. Una repulsiva. Además, huelo de lejos a chamusquina, tengo el aliento de yodo.

Los hijos hace tiempo se habían ido lejos, Anselmito, Marisabel. El ingeniero civil se había vuelto cada vez más aburrido. Creo, dijo, que lo único que ha venido a interrumpir el aburrimiento que reina en mi casa es mi enfermedad, este cáncer. Este cáncer, dijo, y se llevó las manos a los pechos de silicón.

9

Claudia la mujer feliz dijo que su única novedad era que le habían diagnosticado azúcar. Se dio cuenta porque la taza del inodoro se llenaba de hormigones, los orines de una diabética serán miel para ellos. Le hicieron exámenes de sangre, le hicieron un fondo de ojos, allí estaba ya el daño, un principio de glaucoma. Tengo prohibido el licor, dijo, y dio un sorbo apresurado a su vaso de vodka tónico. Los pastelitos, los dulces de toda clase, prohibidos. Tengo que andar en mi cartera el aparato para tomarme yo misma las muestras de sangre. Se me baja el azúcar, y me dan desmayos, se me sube, y se me nubla la vista. Y lo peor es el hambre, esta enfermedad da mucha hambre. Ya ves, estoy hecha una cerda de gorda.

10

Sara abrió su cartera. Dentro de la cartera traía el librito de madre Yolanda, la prefecta, en el que explicaba por qué cantan los pájaros. Claudia lo reconoció de inmediato. Lo tomó entre sus manos, estuvo acariciándolo. Cómo fui a perderlo, dijo. Me pareció que les iba a gustar a las dos verlo de nuevo, dijo Sara. Sí, dijo Claudia, te agradezco, si vieras todos los recuerdos que se me vienen. Madre Yolanda, aquellas imitaciones que hacía de los cantos de los pájaros, poniéndose las manos viejas en la boca y moviéndolas de diferentes maneras, la admiración de nosotras, las risas. Es el día y sigo sin acordarme por qué razón es que cantan los pájaros, o tal vez no es que lo olvidé, sino que nunca puse atención a sus conferencias, ni tampoco habré leído el libro. Me gusta que te guste, dijo Sara, y el tic provocó aquella mueca de su boca. Una mueca cruel en aquel rostro pálido, de cejas borradas bajo el turbante.

11

¿Sabes qué?, dijo Claudia. ¿Y si dejamos sin abrir el sobre? No, dijo Sara. Venimos aquí para saber qué ha sido de nuestras vidas. Sí, dijo Claudia, pero ella faltó a la cita. Sara dudó. Pero sin esperar más, rasgó el sobre.

Adentro lo que venía era una foto de bodas tomada en un estudio. Una foto divertida, la foto de dos personas mayores disfrazadas de novios. Gabriela, vestida de velo y corona, al lado el novio vestido de chaqué. En el reverso había algo escrito a mano.

Espera, dijo Claudia cerrando los ojos. Puedo adivinar. El novio es aquel famoso hombre casado. Era el hombre casado. Gabriela escribía que con mucho dolor tenía que romper la promesa, pero la fecha de la cita había coincidido con su boda, Mario Alberto había vuelto a ella por sus propios pasos ya debidamente divorciado, se preparaba a ser feliz en su nueva vida matrimonial al lado del hombre al que siempre había querido, dejaba atrás su pasado, volverían juntos a pisar nubes, no se rían por favor, siempre baila divino, y les mandaba esta foto momentos antes de dirigirse al aeropuerto para abordar el avión que los llevaría en su viaje de luna de miel, tarda la felicidad pero llega, y ante la pregunta que me hubieran hecho acerca de si soy feliz, la respuesta es positiva, soy feliz, chao.

12

Antes de despedirse reflexionaron acerca de si valía la pena citarse de nuevo quedando sólo dos. Resolvieron que valía la pena. Pero el tiempo corría mucha más prisa que antes. De manera que redujeron el plazo a cinco años. Mucho, dijo Sara, pero en fin. Claudia pidió prestado el libro a Sara hasta el siguiente encuentro. Tenía esa curiosidad sobre la razón del canto de los pájaros. Se levantaron, fueron juntas hasta la puerta, y allí se separaron. Sara subió a un taxi. Claudia atravesó la plaza. El carrusel no estaba.

13

Pasó el tiempo, que ahora volaba. Se cumplió el plazo de los cinco años. La torre del ayuntamiento se hallaba en obras y habían desmontado el reloj, de manera que no se oyeron sonar aquel día las campanadas de las cinco de la tarde.

Claudia llegó en punto. Caminar no era fácil para ella, de modo que se acercó con dificultad a la mesa. Le faltaban los dedos del pie izquierdo, culpa de la gangrena. El glaucoma avanzaba. El camarero que apenas habría nacido cuando la primera despedida ya no existía, y otro, un rubio que apenas salía de la adolescencia, se apresuró para ayudarla a sentarse.

Traía consigo el ejemplar del libro que debía devolver, y lo puso frente a ella. Dijo que quería un vodka tónico. ¿Con mucho hielo o con poco hielo? Poco hielo, dijo. Sus ojos, perplejos, miraban tras los lentes turbios de tan gruesos.

Apartó la miniatura de sombrilla japonesa, tomó el vaso con las dos manos, y se lo llevó a los labios con miedo de derramarlo. Preguntó la hora y el camarero dijo que las seis. ¿Tan tarde se había hecho ya?

A las siete Sara no había llegado. A las ocho se acercó el camarero para preguntarle si no se le ofrecía nada más. Fuera del primer sorbo no había vuelto a probar la bebida y el hielo se había deshecho en el vaso. ¿Otro vodka tónico? Dijo que no, y a su vez preguntó si no había algún sobre para ella. Alguna carta. El camarero se mostró extrañado. No. Ninguna carta, señora.

Lo oyó alejarse. Acercó las manos al libro que había traído para devolver. Seguía sin recordar las razones que daba la prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros.

¿Por qué cantan los pájaros? ¿Habría alguna razón para que cantaran?


Sergio Ramírez
Del libro de cuentos: "El reino animal"








sábado, 23 de marzo de 2024


Formas del ascenso de Rey Andújar



Datos Generales

Título: Formas del ascenso: Estructura mitológica en Escalera para Electra
Autor: Rey Emmanuel Andújar
Editorial: Isla negra
Año: 2014
Páginas: 140


En Formas Del Ascenso: estructura mitológica en Escalera para Electra, Rey Andújar sumerge al lector en los vericuetos escriturales de los que se vale Aída Cartagena Portalatín  para confeccionar el producto literario que significó Escalera para Electra, novela que resultó finalista en el Concurso Biblioteca Breve de la editorial Seix-Barral, que como bien sostiene Miguel D. Mena, era una especie de Nobel para las letras hispanoamericanas. 

En esta propuesta exegética de Rey Andújar, como bien sostiene Don Andrés L. Mateo, en el pequeño texto que sirve de contraportada, “era en cierto modo esperada, porque son muchos los que no han encontrado un universo de sentidos coherente para valorarla.” En efecto, Escalera para Electra es una novela que exige del lector un cierto bagaje intelectual previo, como el conocimiento de la mitología griega, de la historia dominicana y del psicoanálisis, así como, gran concentración para armar correctamente la trama que se presenta a modo de collage.

En Formas del Ascenso, Andújar pone en contexto toda la obra anterior del paso hacia la narrativa, iniciando por su tiempo en La Poesía Sorprendida (1943 – 1947), movimiento que se dio a conocer bajo la revista de nombre homónimo, y que se desarrolló en los tiempos en que el yugo y la ojeriza trujillista estaba en pleno apogeo; razón por la cual sus integrantes se vieron compelidos a utilizar un lenguaje hermético, y los recursos tropológicos del mismo. Y, como bien sostiene Rey, “(…) ante la precariedad del momento histórico, se busca un sistema que abarque realidad y sueño.”

Luego de decapitada la tiranía, la década (1961-1970) será regida por el caos y la inestabilidad política. Será en este lapsus donde Aída dará el salto hacia la narrativa, pero la revuelta situación social y política —golpe de Estado, guerra civil, intervención norteamericana y pseudo-democracia— llevará a Aída a valerse de la poética de la fragmentación. A lo que Rey sostiene “Esta estrategia teórica ofrece elementos precisos para elaborar en cuanto al paso definitivo de la poesía a la ficción en Cartagena Portalatín.”

En el exergo de Tablero Doce cuentos, de Cartagena Portalatín, la autora utiliza un pequeño texto de Mario Benedetti, el cual reza: ´´el mundo del subdesarrollo (…) debe crear no solo su ética de rebeldía, su moral de justicia, sino también proponer una auto-interpretación de su historia,…´´ de aquí se puede colegir como Escalera para Electra representa una re-construcción de la historia dominicana, donde se ilustran aspectos específicos de nuestra historia, como la intervención norteamericana de 1916 y de 1965, y de otros eventos históricos. Al respecto Andújar sostiene: “Resulta interesante, aunque no insólito, que Aída se haya decidido entonces por esta forma. La narrativa como posibilidad de plantearse vida nueva. (…) Escalera para Electra se escribe bajo el trauma encarnado en las intervenciones norteamericanas de 1916  y 1965.”

Escalera para Electra, se sirve del recurso de la intertextualidad o préstamo literario para recrear el mito de la casa de Atreo. Y de las Electra de los grandes poetas trágicos de la antigua Grecia, toma la de Eurípides. A lo que Rey agrega “A partir de la guerra del Peloponeso, Grecia entra en un proceso de caos y transición,…” Esto representa un paralelismo con el momento histórico dominicano post-tiranicidio. 

Aunque la novela se vale de la tragedia de Eurípides para resaltar la recreación, agrega Andújar “en mucho se aleja del mito”. En efecto, en la Electra de Eurípides, tras cometer el asesinato (Orestes y Electra), los dos matadores, reaparecen en la escena. Pero no traen aire de triunfo, ni el coro los recibe con encomios, lejos de eso. Llegan vacilantes, y caen en un verdadero trance de remordimiento. En cambio, en Escalera Swain y Ramón César, cometen el crimen sin el menor asomo de arrepentimiento, al contrario Swain lo torna más alevoso aún al arrogar un escupitajo al cadáver de Rosaura. Es en este agravante donde a mi entender, reside la intención comunicante de la mocana Cartagena Portalatín.

En esencia, Formas del Ascenso de Rey Andújar, propone la escritura de la novela como una herramienta de vuelo: espacio en donde el mito se recrea y fortalece, exagerando las formas clásicas de la violencia. Y concluyendo junto con Rey, en donde la literatura prevalece en forma de ascenso, elevándose al “lenguaje viviente que es el arte, el amor y la amistad.” Mediante la reescritura del mito, Aída demuestra que escribir es el bello hábito de repetirse y elevarse en los demás.


Fabio Pérez
Miembro del taller


jueves, 21 de marzo de 2024



SONETOS - I

Inmóvil en la luz, pero danzante,
tu movimiento a la quietud que cría
en la cima del vértigo se alía
deteniendo, no al vuelo, sí al instante.

Luz que no se derrama, ya diamante,
fija en la rotación del mediodía,
sol que no se consume ni se enfría
de cenizas y llama equidistante.

Tu salto es un segundo congelado
que ni apresura el tiempo ni lo mata:
preso en su movimiento ensimismado

tu cuerpo de sí mismo se desata
y cae y se dispersa tu blancura
y vuelves a ser agua y tierra obscura.



Octavio Paz
#DíaMundialdelaPoesía




martes, 19 de marzo de 2024

 Nostos



Había un manzano en el patio—
esto debió haber sido
hace cuarenta años— atrás,
solo prados. Bancos
de crocus en la hierba húmeda.
Me paré en esa ventana:
finales de abril. Primavera
flores en el jardín del vecino.
¿Cuántas veces, realmente, floreció el árbol
en mi cumpleaños,
el día exacto, no
antes, no después? Sustitución
de lo inmutable
por lo cambiante, lo evolutivo.
Sustitución de la imagen
por la tierra incansable. ¿Qué
sé yo de este lugar?
El rol del árbol durante décadas
sustituido por un bonsái, voces
que se elevan desde las canchas de tenis —
Campos. Olor de la hierba alta, recién cortada.
Como se espera de un poeta lírico.
Miramos el mundo una vez, en la infancia.
El resto es memoria.


Louise Glück
(1943 – 2023)
Premio Pulitzer 
Premio Nobel de Literatura en 2020



lunes, 18 de marzo de 2024

El viaje definitivo




Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;

y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

 

Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

 

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón de aquel mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico.

 

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.



 

Juan Ramón Jiménez