Municipio de Moca, provincia Espaillat, República Dominicana. Lecturas y comentarios de textos literarios, de autores nacionales y extranjeros. Y Cultura General. Y Educación en Valores.
domingo, 24 de noviembre de 2024
Ana María en casa
He hablado de Ana Mari y del poder del cine. He hecho bien. Era guapa, muy guapa. Y alegre. Y al tiempo seria, sensata, responsable. Sus amigas también eran muy guapas —quizás más, no podría precisarlo—, pero, en un hipotético concurso de belleza, nosotras (orgullo de hermanas) le hubiéramos dado a ella el primer premio. La veíamos en technicolor. Eso es lo que ocurría. Y a veces creíamos reconocerla en el cine. En actrices jóvenes de películas extranjeras. Jugando al tenis, a los bolos, bailando el boogie-boogie, nadando en piscinas de riñón o haciendo excursiones en bicicleta. La veo aún pintándose los labios en el tocador de su cuarto. Y a Pilar y a mí, reflejadas en el espejo, siguiendo arrobadas los lentos movimientos del lápiz con la boca tontamente entreabierta. Casi siempre terminábamos por ponerla nerviosa y nos echaba sin contemplaciones. Tenía carácter. A menudo temible. No estaba de acuerdo con la educación que nos impartían. La encontraba rígida, anacrónica, contradictoria. Pero cuando ella, por algún viaje de mis padres, se hacía con el mando de la casa, pronto, sin excepción, deseábamos que acabase la suplencia. Nos encontraba salvajes y, seguramente, lo éramos. Pilar se encaramaba a los árboles «como un golfillo» y, lo que era peor, no veía el momento de bajar. Se encontraba bien allí. En su elemento. Me gustaría decir que yo hacía lo mismo, pero nunca poseí esa habilidad envidiable. En todo caso sí participaba de aquel asilvestramiento que Ana Mari —sólo mi padre la llamaba Ana María— pretendía corregir a su manera. Ahora, con los años, lo entiendo todo. Sus intentos desesperados por civilizarnos; también nuestra rebeldía, consecuencia directa de lo que tanto criticaba. Aquella educación rígida, ilógica, imprevisible. «No importa que las demás vayan. Vosotras no…» Y Ana Mari no podía ignorar —es más, debía de saberlo demasiado bien— que a menudo el autoritarismo o la arbitrariedad sólo consiguen el efecto contrario al pretendido. Aprender a saltarse las prohibiciones, respetar, en apariencia, las áreas de los adultos, para, en las tuyas, libres de incómodas presencias, hacer literalmente lo que te dé la gana.
A las autoridades las acatábamos o sorteábamos —no teníamos más remedio—, pero no aceptábamos otras. Y los intentos de nuestra hermana para que comiéramos erguidas, con los hombros hacia atrás, como nurses inglesas, nos parecían ridículos. Sin embargo, tenía poder. Poder sobre nosotras. Que emanaba tal vez de la diferencia de edad o de esa aureola cinematográfica que, a nuestros ojos, no la abandonaba nunca. Ni siquiera por las mañanas, medio dormida aún, con la melena despeinada, envuelta en un batín de satén o de lana, según la época. O enferma de anginas, leyendo novelas en la cama con los hombros cubiertos con una mañanita, prenda en desuso, lo sé, palabra en la que no se detienen muchos diccionarios, pero viva para mí, siempre unida a su memoria. Su dormitorio —privilegio de hermana mayor—, con la alcoba empotrada, adornada de cortinas, nos parecía de cuento. Como también el de Pedro, nuestro hermano —el único de los hijos que nunca estudió en el pueblo—, un auténtico camarote con un ojo de buey desde el que se veía el mar y podías creerte en un barco. Pero así como teníamos acceso al camarote vacío en cuanto alguna de nosotras sucumbía a escarlatinas, varicelas, tos ferina, paperas o cualquier prolongada dolencia de la época de las mañanitas, al cuarto de Ana Mari únicamente podíamos entrar cuando su propietaria nos lo permitía.
O quizás, pienso ahora, me equivoque, y sea, una vez más, la tramposa memoria la que se empeñe en cerrar puertas para justificar sus fallos o correr pestillos ahí donde no tiene demasiado que mostrar. Las imágenes que conservo de la vida en común con Ana Mari no son muchas. Momentos bailoteantes, sin continuidad, escenas aisladas. Al acabar el bachillerato —el «examen de Estado», se decía entonces— fue a Barcelona a seguir sus estudios y, en cierta forma, dejó de vivir con nosotros. Sus apariciones, como las de Pedro, se redujeron pronto a las vacaciones: Navidades, Semana Santa, verano… Ni siquiera aquellas infructuosas suplencias, en las que se proponía sin demasiado éxito domesticarnos, tuvieron lugar en la casa. En verano, el asma de mi padre nos conducía a todos a la montaña. Y ahí sí la veo, nítida. Con su larga melena, primero. Con el pelo a lo chico, después. Estricta con nosotras cuando tomaba el mando. Aliada y defensora cuando devolvía el cetro. Y, de nuevo junto al mar, años más tarde. El día de su boda. La ceremonia en una ermita, el banquete… Y su casa en Barcelona, en la calle Mandri. Un piso que olía a almendro y tenía la misma alegría del antiguo dormitorio que ya no le pertenecía. Se la veía feliz y, en su nuevo estado, hablaba ahora con nuestros padres de tú a tú, convirtiéndose en una eficaz abogada, intercediendo ante el consabido «No nos importa que a las demás les dejen. Vosotras no iréis», o atinando como nadie a la hora de denunciar absurdos, provisionales repartos de papeles que, con el tiempo, podían convertirse en definitivos. Como el que yo me mareara como una sopa en cuanto subía a un coche, y que todos lo aceptaran, con la mayor naturalidad, como un hecho irreversible con el que fatalmente iba a tener que convivir durante el resto de mis días. «Cristina se marea.» Ya estaba dicho. Y hecho.
—¡Qué lástima! —me dijo en una ocasión, después de la obligada parada en carretera—. De mayor no podrás viajar…
Había pronunciado la palabra mágica —«¡Viajar!»—, y aquella frase me martillea aún en el cerebro mezclada con vértigos, náuseas, visión borrosa, con la angustia que sólo los que han sufrido esos implacables trastornos pueden reconocer, sonando imperiosa, como la alarma de un despertador de campana, enfrentándome a una carencia futura, a una incapacidad, invalidando todos mis sueños. Porque mis mejores sueños sucedían en escenarios lejanos, en idiomas desconocidos e incomprensibles —que yo, de modo misterioso, manejaba con envidiable fluidez—, recorrían los cinco continentes sin arredrarse ante distancias u obstáculos. Océanos, precipicios, selvas, desiertos… Un viajar en mayúsculas que nunca se me había ocurrido relacionar con los desplazamientos de todos los veranos, del pueblo de mar al pueblo de montaña, del de montaña al de mar. Con pequeñas excursiones que solían empezar muy bien e, invariablemente, acababan muy mal. Con el olor a gasolina quemada combatido a base de biodraminas que, en el mejor de los casos, sustituían el temido mareo, de efectos públicos y espectaculares, por otro íntimo, privado, no diré que mejor, distinto. Y ahora aquella palabra, pronunciada con una aparente tristeza ante mi destino, ponía en marcha eficaces y ocultos mecanismos. Estratagemas. Un plan de ataque. Empecé por detectar parte de culpa en el tazón de leche de los desayunos. En las meriendas traicioné a la casa Cacaolat en favor de la recién llegada Coca-Cola, y fui adquiriendo, sobre todo, el astuto hábito de adelantarme a esas involuntarias ausencias con otras pretendidas, conscientes, muchísimo más placenteras. Pronto, nada más subirme a un coche, me dormía. Como un tronco. De esos tiempos lejanos conservo todavía una gran capacidad para conciliar el sueño allí adonde vaya. Y un agradecimiento enorme. A la fuerza de la palabra. A la certera puntería de Ana Mari.
Sin embargo, por más que lo intento, sigo sin situarla, como ahora quisiera, años atrás, en nuestra casa. Demasiadas puertas cerradas, demasiados pestillos corridos. La espada-voluntad, que ella me obligó a desenvainar, nada puede contra el empecinamiento de la desmemoria. Y a las imágenes de siempre —recuerdos de recuerdos— sólo logro añadir otras sin importancia. Ana Mari con un vestido a rayas de colores vivos, a punto de llevarnos a la playa —a la tercera, la más alejada—, asintiendo con un paciente cabeceo a la eterna retahíla de consejos de mi madre: «No os metáis muy adentro». «Volved pronto.» «No os ahoguéis»… O bien horneando bollos para una merienda con sus amigas en la enorme cocina de leña. O montada en una bici Orbea, con la rueda trasera cubierta con un guardafaldas, una cesta sujeta al manillar, pantalones piratas y el cabello al viento. De nuevo secuencias aisladas. Descartes de una película deliciosamente retro en la que el vestuario cobra de pronto un papel preferente. O la banda sonora. Gramófonos renqueantes de manivela y bocina. Programas de radio, discos solicitados, locutores verbosos. Y de nuevo el vacío, los claros. Absurdos e inexplicables. Porque a pesar de que entre ella y yo mediara la distancia de doce largos años, tuvo que haber —hubo— un tiempo compartido. Y no logro verla ni un instante vestida con el uniforme del colegio en el que, durante dos inviernos al menos, tuvimos que coincidir. Ella en las últimas clases, yo en las primeras. Y aunque se me repita que de esa edad, la mía de entonces, es casi imposible conservar recuerdos, puedo oponer montones de imágenes, más antiguas aún, que demuestren lo contrario. Es decir, que mi memoria —notable, al parecer, en muchos casos— se debilita irremisiblemente en cuanto trato de evocar a Ana Mari. Y no me cabe otra explicación: yo la he borrado. O la borré, hace ya de eso demasiados años. Yo misma cerré puertas y corrí pestillos. La expulsé de casa —de la casa— agitando sahumerios, exorcizando, fumigando muebles, estancias y rincones. Nada podía quedar, o, cuando menos, poco. Instantes suspendidos en el aire. Aislados. Detenidos. Suficientemente breves y escurridizos para que no dejaran paso a otros, potentes y terribles. Porque lo que podía ocurrir, lo que de hecho ocurría, es que al menor descuido, a la sola mención de su nombre, alguien, que decía llamarse como ella, compareciera de inmediato. Ya no montaba en bici, ni horneaba bollos en la cocina, ni se pintaba los labios frente al espejo de su antiguo cuarto. Estaba postrada. En la cama de aquel piso de Barcelona que, de repente, había dejado de oler a almendro. Retorciéndose de dolor, gimiendo, llamándonos a todos en su agonía, aferrándose a una vida que había decidido abandonarla en plena juventud, a los veintiocho años. Imágenes empecinadas y poderosas que durante mucho tiempo se sobreimpresionarían a cualquier recuerdo, a cualquier retrato, a los álbumes de fotografías que la mostraban sonriente, y que yo, sintiendo una angustia semejante a la que precedía a aquellos antiguos mareos, evitaba mirar. Lo hacía, ahora lo sé, en defensa propia. Me negaba a convocar esas temibles secuencias que no paraban de rondar, siempre al acecho, esperando la ocasión de recordarme el momento en que cierta película en technicolor fundiría definitivamente en negro. Me equivoqué seguramente; ya no hay remedio. Quise suprimir las escenas de su muerte y no logré otra cosa que borrar parte de su vida.
Aunque —y también lo pienso ahora— es posible que ante la mención de su nombre, durante años, no fuera sólo yo quien se refugiara en el silencio, se esforzara por cambiar de conversación, o sintiera el agudo retortijón en el estómago. Si pregunto a mis hermanas noto asimismo en ellas lagunas inexplicables. En tal ocasión, en tal otra… ¿Dónde estaba Ana Mari? O tal vez todo empiece en la nube ominosa que, tras su muerte, se cernió sobre la casa. Una sombra que nos impedía recordar, y los recuerdos, como todos sabemos, necesitan ser cultivados. Pero de nuevo vuelvo a mí y ya no me sorprendo. No la he convertido jamás en un personaje de ficción ni se me ha ocurrido dedicarle un libro a su memoria. Ni tan siquiera hablo de ella en «El Salón». Como si nunca hubiera existido, atenta a las implacables leyes del escalafón, convierto automáticamente a Pilar en «mi hermana mayor». La he suprimido. Una vez más, sin ningún derecho. Pero en esta ocasión la he desposeído además de su título. Y para recordármelo, para recobrar su puesto en la casa de la que yo injustamente la he expulsado, se ha asomado hace poco a una de las ventanas de este libro. Sonriente como en las fotografías, en su papel de hermana mayor, con el pelo recién cortado, aprovechando la excusa del cine, el parecido accidental entre mi padre y Clifton Webb, para obligarme a rememorar algo más que los bollos recién horneados, las músicas de pick-up, o sus vestidos de colores. Y aquí está ahora. Diciendo: «¡Qué lástima! No podrás viajar». O: «Cristina es valiente. Está muy segura de sí misma». O: «Guárdame todo lo que escribas. No te olvides…». Y, a lo mejor, vencida mi proclividad al mareo, siendo tímida y vergonzosa, poniéndome colorada a la menor ocasión, terminé convenciéndome de que era valiente y decidida, u obligándome a parecerlo para no defraudarla, buscando esa seguridad que me adjudicaba en la imagen que se había formado de mí, mirándome en el espejo que sus ojos me ofrecían, sorprendiéndome de que mis eternos continuará… con los que solía rubricar todo cuanto escribía, no sólo frustraran a mis compañeras de clase, finalmente niñas de mi edad, sino también a ella, tan mayor, una lectora de excepción que me hacía pensar que, quién sabe, tal vez mis entregas de entonces —de amor, de crímenes o de vampiros— valían un poco más de lo que yo sospechaba.
Y lo curioso, lo que siento ahora, cuando he superado con creces la edad en la que nos abandonó —y me resisto a imaginármela con arrugas o cabellos blancos—, es que, pese a esa juventud que ella ostentará ya para siempre, sigo contemplándola con la autoridad que emanaba de su puesto entre los hermanos, como una consejera, una sabia, una protectora. Y que el tiempo, que confunde tantas cosas, posee también la virtud de ordenar otras. De devolverlas al lugar que se merecen. Porque su evocación ya no me produce angustia ni el consabido escozor en el estómago. Pero sí una emoción nueva para la que no quiero aún encontrar palabras. Hoy, la primera vez en mi vida que me atrevo a escribir sobre ella. Ana María. Mi hermana mayor. La amiga muerta.
"Cosas que ya no existen"
Cristina Fernández Cubas
jueves, 21 de noviembre de 2024
Sábato
Casi cien años, noventa y ocho exactos, son los que hoy está cumpliendo Ernesto Sabato, cuyo nombre escuché por primera vez en el viejo Café Chiado, en Lisboa, allá por los remotos años cincuenta. Lo pronunció un amigo que inclinaba sus gustos literarios hacia las entonces mal conocidas literaturas sudamericanas, mientras que nosotros, los otros miembros de la tertulia que nos reunía al final de la tarde, tendíamos, casi todos, hacia la dulce y entonces todavía inmortal Francia, salvo algún excéntrico que presumía de conocer de cabo a rabo lo que en Estados Unidos se escribía. A aquel amigo, que acabé perdiendo en el camino, le debo la incipiente curiosidad que me llevó a nombres como Julio Cortázar, Borges, Bioy Casares, Asturias, Rómulo Gallegos, Carlos Fuentes y tantos otros que se me atropellan en la memoria cuando los convoco. Y estaba Sabato. Por un fenómeno acústico extraño asocié las tres rápidas sílabas a un súbito golpe de puñal. Conocido como es el significado de esta palabra italiana, la asociación tiene que parecer de lo más incongruente, pero las verdades son para decirse, y ésta es una de ellas. El túnel fue publicado en 1948, pero yo no lo había leído. Entonces, a aquellas alturas, con mis inocentes veintiséis años, todavía sería mucho el pan y la sal que tendría que comer antes de descubrir el camino marítimo que me conduciría a Buenos Aires… Fue ese inolvidable compañero de mesa de café el que me proporcionó la lectura de la novela. Desde las primeras páginas entendí hasta qué punto había sido exacta la osada asociación de ideas que me hizo relacionar un apellido con un puñal. Las lecturas siguientes que hice de Sabato, ya fueran novelas, ya fueran ensayos, sólo confirmarían la intuición inicial, la de que me encontraba ante un autor trágico y eminentemente lúcido que, además de ser capaz de abrir caminos por los corredores laberínticos del espíritu de los lectores, no les consentía, ni un solo instante, que desviasen los ojos de los más obscuros rincones del ser. ¿Lectura por eso difícil? Tal vez, pero lectura fascinante entre todas. La amalgama de surrealismo, existencialismo y psicoanálisis que constituye el soporte «doctrinario» de las ficciones del autor de Sobre héroes y tumbas, no nos debería hacer olvidar que este autoproclamado «enemigo» de la razón que se llama Ernesto Sabato es quien acaba apelando a la falible y humilde razón humana cuando sus propios ojos se enfrentan a ese otro apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino. Novelas que se ciñen a épocas históricamente determinadas y a lugares objetivamente definidos, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el exterminador no hacen oír simplemente el grito de una consciencia afligida por su propia impotencia y la visión profética de una sibila a la que el futuro aterra, también nos avisan de que, tal como Goya (más conocido como pintor que como filósofo…) ya hiciera constar en su famosa serie de grabados de los Caprichos: siempre ha sido del sueño de la razón de donde ha nacido, crecido y prosperado la inhumana genealogía de los monstruos.
Querido Ernesto, entre el temor y el temblor transcurren nuestras vidas, y la tuya no podía ser excepción. Pero tal vez no se encuentre en los días de hoy una situación tan dramática como la tuya, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes. Cien años, casi. Estoy seguro de que al siglo pasado se le podrá llamar también el siglo de Sabato, como el de Kafka o el de Proust.
"El último cuaderno"
José Saramago
lunes, 18 de noviembre de 2024
Crecí con la idea de que ser poeta es algo propio de personas realmente excepcionales, mientras que con la prosa cualquiera puede atreverse. Tal vez la culpa la tenga la escuela, que me inculcó una especie de temor reverencial frente a cualquiera que escriba versos. En general, los libros de texto y los profesores describían a los poetas como hombres superiores, con grandes virtudes y a veces vicios fascinantes, en diálogo permanente con los dioses gracias a las musas, capaces de mirar hacia el pasado y hacia el futuro como ningún otro ser humano, y naturalmente con un talento lingüístico excepcional. Los percibía como paralizantes; a partir de cierto momento reconsideré su valor. Pero no el valor de sus textos; al contrario, me convertí en una lectora empedernida de poesía. Hoy siento por la poesía una devoción absoluta. Adoro sus conexiones tan inesperadas y arriesgadas que pueden parecer indescifrables. Estoy convencida de que escribir versos mediocres es un pecado mortal. Y si siguiéramos narrando en verso, como se hizo durante siglos, yo, por pudor, no escribiría. Aunque después de una larga batalla la prosa ha ocupado espléndidamente todo el espacio de la narración, en el fondo, debido a su constitución, se me antoja inferior y en cierto modo menos exigente. Además, quizá una ambición mal encauzada me ha empujado desde niña a excederme con la finura verbal. Esa parte de mí que aspira a lo poético y no se resigna a lo prosaico quiere demostrar que, pese a escribir en prosa, no soy menos que los poetas. Pero darle a la prosa el ritmo, la armonía, las imágenes que caracterizan a los versos es una trampa mortal. Aquello que en un verso puede conformar una verdad deslumbrante, en la prosa se convierte en el más falso de los remilgos. La frase toma un ritmo acompasado, se eligen palabras y figuras trepidantes, la necesidad de apartarse de lo corriente lleva a formulaciones extravagantes, a expresiones artificiosas. Es como si quien escribe no hubiese entendido que aspirar en prosa a una verdad poética no significa que la prosa deba hacerse lírica. Al menos yo, esclava de hermosos versos e incapaz de componerlos, tardé mucho en entenderlo. Tendía a producir páginas elevadas, vibrantes, repletas de invenciones. Después me dije que la poesía, o si se quiere, la belleza, debe conquistarse línea por línea con los medios de la prosa, es decir, ateniéndose rigurosamente a una formulación tan clara como eficaz. Un programa fácil de formular, pero difícil de poner en práctica. Fluctúo. Hoy soy indulgente conmigo misma, mañana me castigo, y nunca estoy conforme con los resultados. Por temor a caer en lo lírico, con frecuencia me he obligado a escribir frases frías e inexpresivas. Y en muchas ocasiones, por agotamiento, he vuelto al borrador con todo su desaliño, antes que decantarme por la enésima versión, pulidísima e insoportablemente artificial. El impulso por transformar cada línea en un portento es fuerte. Lo único que creo haber aprendido es a tirar a la papelera sin contemplaciones la página que quiere deslumbrar con su bonito estilo al tiempo que ensombrece la representación de la naturaleza y los actos humanos.
Elena Ferrante
15 de diciembre de 2018
sábado, 20 de abril de 2024
La muerte del estratega
Algunos hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio, estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, ocuparon la atención de la Iglesia cuando, en el Concilio Ecuménico de Nicea, se habló de la canonización de un grupo de cristianos que sufrieran martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Al principio, el nombre de Alar se mencionaba junto con el de los demás mártires. Quien vino a poner en claro el asunto fue el patriarca de Laconia, Nicéforo Kalitzés, al examinar algunos documentos relativos al Estratega y a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vida de Alar y alejaron cualquier posibilidad se entronizarlo en los altares. Finalmente, cuando se dieron a conocer en el Concilio las cartas de Alar a Andrónico, su hermano, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirio y su nombre volvió a la oscuridad, de donde lo rescatara la ambición política de la Iglesia de Oriente.
Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de sus ojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funcionario del Imperio, que gozó del favor del Basileus en tiempos de la lucha de las imágenes. El hábil cortesano se ocupó bien poco de la educación de su hijo y convino en que la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los últimos neoplatónicos. En el desorden de la decadente Atenas, perdió Alar todo vestigio, si lo tuvo algún día, de fe en el Cristo. Tampoco el padre se había distinguido por su piedad, y su alta posición en la Corte la ganó más por su inagotable reserva de sutilezas diplomáticas que por su fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresó de Atenas, el padre no pudo menos de asombrarse ante la forma descuidada y ligera como se refería a los asuntos de la Iglesia. Y, aunque se vivía entonces los momentos de más cruenta persecución iconoclasta, no por eso dejaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de mortales trampas teológicas y litúrgicas. Gente mejor colocada que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrátor, había perdido los ojos y, a menudo, la vida, por una frase ligera o una incompostura en el templo.
Mediante hábiles disculpas, el padre de Alar consiguió que el Emperador incorporase al Ilirio a su ejército y el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimiento acantonado en el puerto de Pelagos. Allí comenzó la carrera militar del futuro Estratega. Como hombre de armas, Alar no poseía virtudes muy sólidas. Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atención a las graves consecuencias de una derrota, hacían de él un mediocre soldado. En cambio, pocos le aventajaban en la humanidad de su trato y en la cordial popularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de la batalla, cuando todo parecía perdido, los hombres volvían a mirar al Ilirio que combatía con una amarga sonrisa en los labios y conservando la cabeza fría. Esto bastaba para devolverles la confianza y, con ella, la victoria.
Aprendió con facilidad los dialectos sirios, armenios y árabes, y hablaba corrientemente el latín, el griego y la lengua franca. Sus partes de campaña le fueron ganando cierta fama entre los oficiales superiores por la claridad y elegancia del estilo. A la muerte de Constantino IV, Alar había llegado al grado de General de Cuerpo de Ejército y comandaba la guarnición de Kipros. Su carrera militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte, le permitió estar al margen de las luchas religiosas que tan sangrientas represiones despertaron en el Imperio de Oriente. En un viaje que el Basileus León hizo a Paphos en compañía de su esposa, la bella Irene, la joven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse la simpatía de los nuevos autocrátores, en especial la de la astuta ateniense, que se sintió halagada por el sincero entusiasmo y la aguda erudición del General en los asuntos helénicos. También León tuvo especial placer en el trato con Alar, y le atraía la familiaridad y llaneza del Ilirio y la ironía con que salvaba los más peligrosos temas políticos y religiosos.
Por aquella época, Alar había llegado a los treinta años de edad. Era alto, con cierta tendencia a la molicie, lento de movimientos, y a través de sus ojos semicerrados e irónicos dejaba pasar cautelosamente la expresión de sus sentimientos. Nadie le había visto perder la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca. Se absorbía días enteros en la lectura con preferencia de los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo le acompañaban a donde quiera que fuese. Cuidaba mucho de su atuendo y sólo en ocasiones vestía el uniforme. Su padre murió en la plenitud de su prestigio político, que heredó Andrónico, hermano menor del Estratega, por quien éste sentía particular afecto y mucha amistad. El viejo cortesano había pedido a Alar que contrajera matrimonio con una joven de la alta burguesía de Bizancio, hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con el deseo del padre, Alar la tomó por esposa, pero siempre halló la manera de vivir alejado de su casa, sin romper del todo con la tradición y los mandatos de la Iglesia. No se le conocían, por otra parte, los amoríos y escándalos tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. No por frialdad o indiferencia, sino más bien por cierta tendencia a la reflexión y al ensueño, nacida de un temprano escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gentes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos. De allí su preferencia por Atenas, su gusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dormidas arenas de Heliópolis y Tebas.
Cuando la Augusta lo nombró Hypatoï y le encomendó la misión de concertar el matrimonio del joven Basileus Constantino con una de las princesas de Sicilia, el General se quedó en Siracusa más tiempo del necesario para cumplir su embajada. Se escondió luego en Tauromenium, adonde lo buscaron los oficiales de su escolta para comunicarle la orden perentoria de la Despoina de comparecer ante ella sin tardanza. Cuando se presentó a la Sala de los Delfines, después de un viaje que se alargó más de lo prudente, a causa de las visitas a pequeños puertos y calas de la costa africana que escondían ruinas romanas y fenicias, la Basilissa había perdido por completo la paciencia. “Usas el tiempo del César en forma que merece el más grave castigo —le increpó—. ¿Qué explicación me puedes dar de tu demora? ¿Olvidaste, acaso, el motivo por el cual te enviamos a Sicilia? ¿Ignoras que eres un Hypatoï del Autocrátor? ¿Quién te ha dicho que puedes disponer de tu tiempo y gozar de tus ocios mientras estás al servicio del Isapóstol, hijo del Cristo? Respóndeme y no te quedes ahí mirando a la nada, y borra tu insolente sonrisa, que no es hora ni tengo humor para tus extrañas salidas.” “Señora, Hija de los Apóstoles, bendecida de la Theotokos, Luz de los Evangelios —contestó imperturbable el Ilirio—, me detuve buscando las huellas del divino Ulyses, inquiriendo la verdad de sus astucias. Pero este tiempo, ni fue perdido para el Imperio, ni gastado contra la santa voluntad de vuestros planes. No convenía a la dignidad de vuestro hijo, el Porphyrogeneta, un matrimonio a todas luces desigual. No me pareció, por otra parte, oportuno, enviaros con un mensajero, ni escribiros, las razones por las que no quise negociar con los príncipes sicilianos. Su hija está prometida al heredero de la casa de Aragón por un pacto secreto, y habían promulgado su interés en un matrimonio con vuestro hijo, con el único propósito de encarecer las condiciones del contrato. Así fue como ellos solos, ante mi evidente desinterés en tratar el asunto, descubrieron el juego. En cuanto a mi regreso, ¡oh escogida del Cristo!, estuvo, es cierto, entorpecido por algunas demoras en las cuales mi voluntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti.” Aunque no quedó Irene muy convencida de las especiosas razones del Ilirio, su enojo había ya cedido casi por completo. Como aviso para que no incurriera en nuevos errores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misión de reclutar mercenarios.
En la polvorienta guarnición de un país que le era especialmente antipático, Alar sufrió el primero de los varios cambios que iban a operarse en su carácter. Se volvió algo taciturno y perdió ese permanente buen humor que le valiera tantos y tan buenos amigos entre sus compañeros de armas y aun en la Corte. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdido esa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariñosa familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes. Pero, a menudo se le veía ausente, con la mirada fija en un vacío del que parecía esperar ciertas respuestas a una angustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendo se hizo más sencillo y su vida más austera.
El cambio, en un principio, sólo fue percibido por sus íntimos, y en el ejército y la Corte siguió gozando del favor de quienes le profesaban amistad y admiración. En una carta del higoumeno Andrés, grande amigo de Alar y conocedor avisado de las religiones orientales, dirigida a Andrónico con el objeto de informarle sobre la entrevista con su hermano, el venerable relata hechos y palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echar por tierra el proyecto de canonización. Dice, entre otras cosas:
“Encontré al General en Zarosgrad. Pagaba los primeros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento. No lo hallé en la ciudad ni en los cuarteles. Había hecho levantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas de un arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aroma de cuyas flores prefiere. Me recibió con la cordialidad de siempre, pero lo noté distraído y un poco ausente. Algo en su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpable e inseguro. Me miró un rato en silencio, y cuando esperaba que preguntaría por ti y por los asuntos de la Corte o por la gente de su casa, me inquirió de improviso: “¿Cuál es el Dios que te arrastra por los templos, venerable? ¿Cuál, cuál de todos?” “No comprendo tu pregunta” —le contesté. Y él, sin volver sobre el asunto, comenzó a proponerme, una tras otra, las más diversas y extrañas cuestiones sobre la religión de los persas y sobre la secta de los brahmanes. Al comienzo creí que estaba febril. Después me di cuenta que sufría mucho y que las dudas lo acosaban como perros feroces. Mientras explicaba algunos de los pasos que llevan a la perfección o Nirvana de los hindúes, saltó hacia mí, gritando: “¡Tampoco es ese el camino! ¡No hay nada que hacer! No podemos hacer nada. No tiene ningún sentido hacer algo. Estamos en una trampa.” Se recostó en un camastro de pieles que le sirve de lecho y, cubriéndose el rostro con las manos, volvió a sumirse en el silencio. Al fin, se disculpó diciéndome: “Perdona, venerable Andrés, pero llevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyendo el idioma chillón de estos bárbaros, y me cuesta trabajo dominarme. Dispénsame y sigue tu explicación, que me atañe en mucho.” Seguí mi exposición, pero había ya perdido el interés en el asunto, pues más me preocupaba la reacción de tu hermano. Comenzaba a darme cuenta de cuan profunda era la crisis por la que pasaba. Bien sabes, como hermano y amigo queridísimo suyo, que el General cumple por pura fórmula y sólo como parte de la disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con los deberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su total apartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra convicción de orden religioso. Como conozco muy bien su inteligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobre esto, no pretendo siquiera intentar su conversión. Temo, sí, que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos, que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy amada Irene y que tan pocas simpatías ha demostrado siempre por nuestra familia, pueda enterarse en detalle de la situación del Ilirio y la haga valer en su contra ante la Basilissa. Esto te lo digo para que, teniéndolo en cuenta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afecto que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasar a otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte el final de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largo examen de ciertos aspectos comunes entre algunas herejías cristianas y las religiones de Oriente. Cuando parecía haber olvidado ya por completo su reciente sobresalto, y habíamos derivado hacia el tema de los misterios de Eleusis, el General comenzó a hablar, más para sí que conmigo, dando rienda suelta a su apasionado interés por los helenos. Bien conoces su inagotable erudición sobre el tema. De pronto, se interrumpió y mirándome como si hubiera despertado de un sueño, me dijo, mientras acariciaba la máscara mortuoria que le enviaste de Creta: “Ellos hallaron el camino. Al crear los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armonía interior e imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella creían ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirán a todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucción han penetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciación, Mahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el daño irreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poder.” Me abrazó cariñosamente. No me dijo más, y abriendo un libro se sumió en su lectura. Al salir, me llevé la certeza de que el más entrañable de nuestros amigos, tu hermano amantísimo, ha comenzado a andar por la peligrosa senda de una negación sin límites y de implacables consecuencias.”
Es de comprender la preocupación del higoumeno. En la Corte, las pasiones políticas se mezclan peligrosamente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba cayendo, cada día más, en una intransigencia religiosa que la llevó a extremos tales como ordenar que le sacaran los ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas de simpatía con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eran repetidas en la Corte, su muerte sería segura. Sin embargo, el Ilirio cuidábase mucho, aun entre sus más íntimos amigos, de comentar los asuntos, que constituían su principal preocupación. Su hermano, que sorteba hábilmente todos los peligros, le consiguió, pasado el lapso de olvido en Bulgaria, el ascenso a la más alta posición militar del Imperio, el grado de Estratega, delegado personal y representante directo del Emperador en los Themas del Imperio. El nombramiento no encontró oposición alguna entre las facciones que luchaban por el poder. Unos y otros estaban seguros de que no contarían con el Ilirio para fines políticos y se consolaban pensando en que tampoco el adversario contaría con el favor del Estratega. Por su parte, los Basileus sabían que las armas del Imperio quedaban en manos fieles y que jamás se tornarían contra ellos, conociendo, como conocían, el desgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo que fuera poder político o ambición personal.
Alar fue a Constantinopla para recibir la investidura de manos de los Emperadores. El autocrátor le impuso los símbolos de su nuevo rango en la catedral de Santa Sofía y la Despoina le entregó el águila de los stratigoi, bendecida tres veces por el Patriarca Miguel. Cuando el Emperador León tomó el juramento de obediencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de lágrimas. Muchos citaron después este detalle como premonitorio del fin tristísimo de Alar y del no menos trágico de León. La verdad era que el Emperador se había conmovido por la forma austera y casi monástica como su amigo de muchos años recibía la más alta muestra de confianza y la más amplia delegación de poder que pudiera recibir un ciudadano de Bizancio después de la púrpura imperial.
Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hiéria. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Augusto el honor inmenso que le dispensaba, entabló con León un largo y cordialísimo diálogo sobre algunos textos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y que eran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpió en más de una ocasión la animada charla, y en una de ellas sembró un temeroso silencio entre los presentes y fue memorable la respuesta del Estratega. “Estoy segura —apuntó la Despoina — que nuestro Estratega pensaba más en los textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificio que por la salvación de su alma celebraba nuestro Patriarca.” “En verdad, Augusta, —contestó Alar— que me preocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atribuido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanza que hay en él con ciertos pasajes de nuestras sagradas escrituras. Sólo el verbo, que da verdad eterna a las palabras, está ausente del Latín. Por lo demás, bien pudiera atribuirse su texto a Daniel el Profeta, o al Apóstol Pablo en sus Cartas.” La respuesta de Alar tranquilizó a todos y desarmó a Irene que había hecho la pregunta en buena parte empujada por el Metropotitano Miguel. Pero el Estratega se dio cuenta de cómo su amiga había caído sin remedio en un fanatismo ciego que la llevaría a derramar mucha sangre, comenzando por la de su propia casa.
Y aquí termina la que pudiéramos llamar vida pública de Alar el Ilirio. Fue aquella la última vez que estuvo en Bizancio. Hasta su muerte permaneció en el Thema de Lycandos, en la frontera con Siria, y allí se conservan vestigios de su activa y eficaz administración. Levantó numerosas fortalezas para oponer una barrera militar a las invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cada uno de estos puestos avanzados, por miserable que fuera y por perdido que estuviera en las áridas rocas o en las abrasadoras arenas del desierto.
Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por sus gentes de confianza; unos caballeros macedónicos, un anciano retórico dorio por el que sentía particular afección a pesar de que no fuera hombre de grandes dotes ni de señalada cultura, un juglar provenzal que se le uniera cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles “kazhares” que sólo a él obedecían y que reclutara en Bulgaria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia un simple traje militar al cual añadía, los días de revista, el águila bendita de los stratigoi. En su tienda de campaña le acompañaban siempre algunos libros, Horacio infaliblemente, la máscara funeral cretense, obsequio de su hermano y una estatuilla de Hermes Trimegisto, recuerdo de una amiga maltesa, dueña de una casa de placer en Chipre. Sus íntimos se acostumbraron a sus largos silencios, a sus extrañas distracciones, a la severa melancolía que en las tardes se reflejaba en su rostro.
Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio con la que llevaban los demás estrategas del Imperio. Habitaban suntuosos palacios, haciéndose llamar “Espada de los Apóstoles”, “Guardián de la Divina Theotokos”, “Predilecto del Cristo”. Hacían vistosa ostentación de sus mandatos y vivían con lujo y derroches grandiosos, compartiendo con el Emperador esa hierática lejanía, ese arrogante boato que despertaba en los súbditos de las apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de los estrategas, una veneración y un respeto que tenía mucho de sumisión religiosa. Caso único en aquella época fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron después los sabios emperadores de la dinastía Comnena, con pingües resultados políticos. Alar vivía entre sus soldados, escoltado únicamente por los “kazhares” y por el regimiento de caballeros macedónicos, recorría continuamente las fronteras de su Thema que limitaba con los dominios del incansable y ávido Ahmid Kabil, reyezuelo sirio que se mantenía con el botín logrado en las incursiones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con los turcos en contra de Bizancio y, otras, éstos lo abandonaban en neutral complicidad, para firmar tratados de paz con el Autocrátor.
El Estratega aparecía de improviso en los puestos fortificados y se quedaba allí semanas enteras, revisando la marcha de las construcciones y comprobando la moral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, en donde le separaban una estrecha pieza enjalbegada. Argiros, su ordenanza, le tendía un lecho de pieles que se acostumbró a usar entre los búlgaros. Allí administraba justicia y discutía con arquitectos y constructores y tomaba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como había llegado, partía sin decir hacia dónde iba. De su gusto por las ruinas y de su interés por las bellas artes le quedaban algunos vestigios que salían a relucir cuando se trataba de escoger el adorno de un puente, la decoración de la fachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la antigua Grecia que habían caído en poder de los musulmanes. Más de una vez prefirió rescatar el torso de una Venus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquias de un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se le conocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afecto a las insidosas bacanales gratas a los demás estrategas. En los primeros tiempos de su mandato solía llevar consigo una joven esclava de Gales que le servía con silenciosa ternura y discreta devoción; y cuando la muchacha murió, en una emboscada en que cayera una parte de su convoy, el Ilirio no volvió a llevar mujeres consigo y se contentaba con pasar algunas noches, en los puertos de la costa, con muchachas de las tabernas con las que bromeaba y reía como cualquiera de sus soldados. Conservaba, sí, una solitaria e interior lejanía que despertaba en las jóvenes cierto indefinible temor.
En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apagando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fue llenando de grandes sombras a las cuales rara vez aludía, ni permitía que fuesen tema de conversación entre sus allegados. La Corte lo olvidó o poco menos. Murió el Basileus en circunstancias muy extrañas y pocas semanas después Irene se hacía proclamar en Santa Sofía “Gran Basileus y Autocrátor de los Romanos”. El Imperio entró de lleno en uno de sus habituales períodos de sordo fanatismo, de rabiosa histeria teológica, y los monjes todopoderosos impusieron el oscuro terror de sus intrigas que llevaban a las víctimas a los subterráneos de las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos, o al Hipódromo, en donde las descuartizaban briosos caballos. Así era pagada la menor tibieza en el servicio del Cristo y de su Divina Hija, Estrella de la Mañana, la Divina Irene. Contra el Estratega nadie se atrevió a alzar la mano. Su prestigio en el ejército era muy sólido, su hermano había sido designado Protosebasta y Gran Maestro de las Escuelas, y la Augusta conocía la natural aversión del Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacia los salvadores del Imperio, que por entonces surgían a cada instante.
Y fue entonces cuando apareció Ana la Cretense, y la vida de Alar cambió de nuevo por completo. Era esta la joven heredera de una rica familia de comerciantes de Cerdeña, los Alesi, establecida desde hacía varias generaciones en Constantinopla. Gozaban de la confianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban a menudo con empréstitos considerables, respaldados con la recolección de los impuestos en los puertos bizantinos del Mediterráneo. La muchacha, junto con su hermano mayor, había caído en manos de los piratas berberiscos, cuando regresaban de Cerdeña en donde poseían vastas propiedades. Irene encomendó al Ilirio negociar el rescate de los Alesi con los delegados del Emir, quien amparaba la piratería y cobraba participación en los saqueos.
Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es interesante saber cuál era el pensamiento, cuáles las certezas y dudas del estratega, en el momento de conocer a la mujer que daría a sus últimos días una profunda y nueva felicidad y a su muerte una particular intención y sentido. Existe una carta de Alar a su hermano Andrónico, escrita cuatro días antes de recibir la caravana de los Alesi. Después de comentar algunas nuevas que sobre política exterior del Imperio le relatara su hermano, dice el Ilirio. “...y esto me lleva a confiar mi certeza en la nugacidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtudes del hombre que es política. Observa con cuánta razón nuestra Basilissa esgrime ahora argumentos para implantar un orden en Bizancio, razón que ella misma hace diez años hubiera rechazado como atentatoria de las leyes del Imperio y grave herejía. Cuánta gente murió entretanto por pensar como ella piensa hoy. Cuántos ciegos y mutilados por haber hecho pública una fe que hoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confusión, levanta con su mente complicadas arquitecturas y cree que aplicándolas con rigor conseguirá poner orden al tumultuoso y caótico latido de su sangre. Nos hemos agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada podemos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cualquier resolución que tomemos, irá siempre a perderse en el torrente de las aguas que vienen de sitios muy distantes y se reúnen en el gran desagüe de las alcantarillas para confundirse en la vasta extensión del océano. Podrás pensar que un amargo escepticismo me impide gozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado, y no es así, hermano queridísimo. Una gran tranquilidad me visita y cada episodio de mi rutina de gobernante y soldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. No busco detrás de cada cosa significados remotos o improbables. Trato más bien de rescatar de ella esa presencia que me da la razón de cada día. Como ya sé con certeza total que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil, que sólo a través de los oscuros caminos de la sangre y de cierta armonía que pervive a todas las formas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos salvarnos de la nada, vivo entonces sin engañarme y sin pretender que otros lo hagan por mí ni para mí. Mis soldados me obedecen, porque saben que tengo más experiencia que ellos en ese trato diario con la muerte que es la guerra; mis súbditos aceptan mis fallos, porque saben que no los inspira una ley escrita, sino lo que mi natural amor por ellos trata de entender. No tengo ambición alguna, y unos pocos libros, la compañía de los macedónicos, las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzal y el tibio lecho de una hetaira del Líbano colman todas mis esperanzas y propósitos. No estoy en el camino de nadie, ni nadie se atraviesa en el mío. Mato en la batalla sin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que dure lo más posible nuestro Imperio, antes de que los bárbaros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso profeta. Soy un griego, o un romano de Oriente, como quieras, y sé que los bárbaros, así sean latinos, romanos o árabes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma, terminarán por borrar nuestro nombre y nuestra raza. Somos los últimos herederos de la Hellas inmortal, única que diera al hombre respuesta valedera a sus preguntas de bastardo. Creo en mi función de Estratega y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo sería peor que morir. Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sacro Imperio Romano me parece ejemplo que se ajusta a mis razones y debieras, como Logoteta que eres del Imperio, hacerle ver lo oscuro de sus propósitos y el error de sus ideas, pero esto sería tanto como...”
La caravana de los Alesi llegó al anochecer al puesto fortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estratega en espera de los rehenes. El Ilirio se retiró temprano. Había hecho tres días de camino sin dormir. A la mañana siguiente, después de dar las órdenes para despachar la caballería turca que los había traído, dio audiencia a los rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en silencio a la pequeña celda del Estratega y no salían de su asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la Mano Armada del Cristo, al hijo dilecto de la Augusta, viviendo como un simple oficial, sin tapetes ni joyas, acompañado únicamente de unos cuantos libros. Tendido en su lecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas cuando entraron los Alesi. Eran cinco y los encabezaba un joven de aspecto serio y abstraído y una muchacha de unos veinte años con un velo sobre el rostro. Los tres restantes eran el médico de la familia, un administrador de la casa en Bari y un tío, higoumeno del Stoudion. Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su jerarquía y éste los invitó a tomar asiento. Leyó la lista de los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contestó con la fórmula de costumbre. “Griego por la gracia del Cristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divina Augusta”. La muchacha fue la última en responder y para hacerlo se quitó el velo de la cara. No reparó en ella Alar en el primer momento, y sólo le llamó la atención la reposada propiedad de su voz que no correspondía con su edad.
Les hizo algunas preguntas de cortesía, averiguó por el viaje y al higoumeno le habló largo rato sobre su amigo Andrés a quien aquél conocía superficialmente. A las preguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contestó con detalles que indicaban una clara inteligencia y un agudo sentido crítico. El Estratega se fue interesando en la charla y la audiencia se prolongó por varias horas. Siguiendo alguna observación del hermano sobre el esplendor de la corte del Emir, la muchacha preguntó al Estratega: “Si has renunciado al lujo que impone tu cargo, debemos pensar que eres hombre de profunda religiosidad, pues llevas una vida al parecer monacal.” Alar se la quedó mirando y las palabras de la pregunta se le escapaban a medida que le dominaba el asombro ante cierta secreta armonía, de sabor muy antiguo, que se descubría en los rasgos de la joven. Algo que estaba también en la máscara cretense, mezclado con cierta impresión de salud ultraterrena que da esa permanencia, a través de los siglos, de la interrelación de ojos y boca, nariz y frente y la plenitud de formas propias de ciertos pueblos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajo de nuevo al presente y contestó: “Conviene más a mi carácter que a mis convicciones religiosas este género de vida. Por mi parte, lamento no poder ofrecerles mejor alojamiento.”
Y así fue cómo Alar conoció a Ana Alesi, a la que llamó después La Cretense y a quien amó hasta su último día y guardó a su lado durante los postreros años de su gobierno en Lycandos. El Estratega halló razones para ir demorando el viaje de los Alesi y después, pretextando la inseguridad de las costas, dejó a Ana consigo y envió a los demás por tierra, viaje que hubiera resultado en extremo penoso para la joven.
Ana aceptó gustosa la medida, pues ya sentía hacia el Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardara toda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quejó ante la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene intervino a través de Andrónico para amonestar al Estratega y exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestó a su hermano en una carta, que también figura en los archivos del concilio y que nos da muchas luces sobre su historia y sobre las razones que lo unieron a Ana. Dice así:
“En relación con Ana deseo explicarte lo sucedido para que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a la Augusta. Tengo demasiada devoción y lealtad por ella para que, en medio de tanto conspirador y tanto traidor que la rodea, me distinga, precisamente a mí, con su injusto enojo. “Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fuera por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mis huesos en cualquier emboscada nocturna. Tú lo sabes mejor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al principio, cuando apenas la conocía, en verdad pretexté ciertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado. Después, se fue uniendo cada vez más a mi vida y hoy el mundo se sostiene para mí a través de su piel, de su aroma, de sus palabras, de su amable compañía en el lecho y de la forma como comprende, con clarividencia hermosísima, las verdades, las certezas que he ido conquistando en mi retiro del mundo y de sus sórdidas argucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día. La verdad de su tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la verdad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como esto es muy parecido al razonamiento de un adolescente enamorado, es probable que en la Corte no lo entiendan. Pero yo sé que la Augusta sabrá cuál es el particular sentido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos años y en el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondida, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protectora.
“Como sé cuan deleznable y débil es todo intento humano de prolongar, contra todos y contra todo, una relación como la que me une a Ana, si la Despoina insiste en ordenar su regreso a Constantinopla no moveré un dedo para impedirlo. Pero allí habrá terminado para mí todo interés en seguir sirviendo a quien tan torpemente me lastima.”
Andrónico comunicó a Irene la respuesta de su hermano. La Emperatriz se conmovió con las palabras del Ilirio y prometió olvidar el asunto. En efecto, dos años permaneció Ana al lado de Alar, recorriendo con él todos los puestos y ciudades de la frontera y descansando, en el estío, en un escondido puerto de la costa en donde un amigo veneciano había obsequiado al Estratega una pequeña casa de recreo. Pero los Alesi no se daban por vencidos y en ocasión de un empréstito que negociaba Irene con algunos comerciantes genoveses, la casa respaldó la deuda con su firma y la Basilissa se vio obligada a intervenir en forma definitiva, si bien contra su voluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja recibió al mensajero de Irene y conferenciaron con él casi toda la noche. Al día siguiente, Ana la Cretense se embarcaba para Constantinopla y Alar volvía a la capital de su provincia. Quienes estaban presentes no pudieron menos de sorprenderse ante la serenidad con que se dijeron adiós. Todos conocían la profunda adhesión del Estratega a la muchacha y la forma como hacía depender de ella hasta el más mínimo acto de su vida. Sus íntimos amigos, empero, no se extrañaron de la tranquilidad del Ilirio, pues conocían muy bien su pensamiento. Sabían que un fatalismo lúcido, de raíces muy hondas, le hacía aparecer indiferente en los momentos más críticos.
Alar no volvió a mencionar el nombre de la Cretense. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas cartas que le escribiera cuando se ausentó para hacerse cargo del aprovisionamiento y preparación militar de la flota anclada en Malta. Conservaba también un arete que olvidó la muchacha en el lecho, la primera vez que durmieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno.
Un día citó a sus oficiales a una audiencia. El Estratega les comunicó sus propósitos en las siguientes palabras:
“Ahmid Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepara una incursión sin precedentes contra nuestras provincias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, sí con la vigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sorpresa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, donde ahora prepara sus fuerzas, la victoria estará seguramente a nuestro favor. Pero una vez terminemos con él, el Emir seguramente violará su neutralidad y se echará sobre nosotros, sabiéndonos lejos de nuestros cuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda. Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancio y traerlos aquí en sigilo para reforzar las ciudadelas de la frontera en donde quedaron la mitad de nuestras tropas.
“Cuando el Emir haya terminado con nosotros, sería loco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuenta contra uno, se volverá sobre la frontera e irá a estrellarse con una resistencia mucho más poderosa de la que sospecha y entonces será él quien esté lejos de sus cuarteles y será copado por los nuestros.
“Habremos eliminado así dos peligrosos enemigos del Imperio con el sacrifcio de algunos de nosotros. Contra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefes y soldados que deban quedarse y los que quieran internarse conmigo. Escojan ustedes libremente y mañana, al alba, me comunican su decisión. Una cosa quiero que sepan con certeza: los que vayan conmigo para terminar con Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vivos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para atacarnos y ésta será para él una ocasión única que aprovechará sin cuartel. Los que se queden para unirse a los refuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina formarán a la izquierda del patio de armas y los que hayan decidido acompañarme lo harán a la derecha. Es todo.”
Se dice que era tal la adhesión que sus gentes tenían por Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellos el quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno quería abandonarlo. A la mañana siguiente, Alar pasó revista a su ejército, arengó a los que se quedaban para defender la frontera del Imperio y sus palabras fueron recibidas con lágrimas por muchos de ellos. A quienes se le unieron para internarse en el desierto, les ordenó congregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaíta. Dos semanas después, se le unieron allí cerca de cuarenta mil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetraron en las áridas montañas de Asia Menor.
La campaña de Alar está descrita con escrupuloso detalle en las “Relaciones Militares” de Alejo Comneno, documento inapreciable para conocer la vida militar de aquella época y penetrar en las causas que hicieron posible, siglos más tarde, la destrucción del Imperio por los turcos. Alar no se había equivocado. Una vez derrotado el escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en las filas griegas, regresó hacia su Thema a marchas forzadas. En la mitad del camino su columna fue sorprendida por una avalancha de jenízaros e infantería turca que se le pegó a los talones sin soltar la presa. Había dividido sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanico hacia lugares diferentes del territorio bizantino, con el fin de impedir la total aniquilación del ejército que había penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampa y se aferraron a la columna de la extrema izquierda comandada por el Estratega, creyendo que se trataba del grueso del ejército. Acosado día y noche por crecientes masas de musulmanes, Alar ordenó detenerse en el Oasis de Kazheb y allí hacer frente al enemigo. Formaron en cuadro, según la tradición bizantina, y comenzó el asedio por parte de los turcos. Mientras las otras dos columnas volvían intactas al Imperio e iban a unirse a los defensores de los puestos avanzados, las gentes de Alar iban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuarto día de sitio, Alar resolvió intentar una salida nocturna y por la mañana atacar a los sitiadores desde la retaguardia. Había la posibilidad de ahuyentarlos, haciéndoles creer que se trataba de refuerzos enviados de Lycandos. Reunió a los macedónicos y a dos regimientos de búlgaros y les propuso la salida. Todos aceptaron serenamente y a medianoche se escurrieron por las frescas arenas que se extendían hasta el horizonte. Sin alertar a los turcos, cruzaron sus líneas y fueron a esconderse en una hondonada en espera del alba. Por desgracia para los griegos, a la mañana siguiente todo el grueso de las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Al primer claror de la mañana una lluvia de flechas les anunció su fin. Una vasta marea de infantes y jenízaros se extendía por todas partes rodeando la hondonada. No tenían siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con los turcos; tal era la barrera impenetrable que formaban las flechas disparadas por éstos. Los macedónicos atacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos minutos por las cimitarras de los jenízaros. Unos cuantos húngaros y la guardia personal del Estratega rodearon a Alar, que miraba impasible la carnicería.
La primera flecha le atravesó la espalda y le salió por el pecho a la altura de las últimas costillas. Antes de perder por completo sus fuerzas, apuntó a un mahdi que desde su caballo se divertía en matar búlgaros con su arco y le lanzó la espada pasándolo de parte a parte. Un segundo flechazo le atravesó la garganta. Comenzó a perder sangre rápidamente, y envolviéndose en su capa se dejó caer al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Los fanáticos búlgaros cantaban himnos religiosos y salmos de alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de los recién convertidos. Por entre las monótonas voces de los mártires comenzó a llegarle la muerte al Estratega.
Una gozosa confirmación de sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razón, la especiosa red de las religiones, la débil y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que él inventa, el torpe avance de la historia, las convicciones políticas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareció un necio juego de niños. Y ante el vacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre se escapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada, y de pronto, como un golpe de sangre más que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirse a su piel para velar su sueño, las dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uñas en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no había sido en vano, que nada podemos pedir, a no ser la secreta armonía que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompañados una parte del camino. La armonía perdurable de un cuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, así sea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confundía con la sangre manando a borbotones. Un último flechazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Para entonces, ya era presa de esa desordenada alegría, tan esquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de la muerte.
Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)
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miércoles, 17 de abril de 2024
Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía... Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: “¿Por qué estás haciendo una mortaja?” “Hijo, porque me voy a morir, respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaron con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonista de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: “Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?” Entonces ella la miró y dijo: “Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio”. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de “Cien años de soledad”, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era. 📖#Fuente
"El oficio de escritor"
Ana Ayuso
Gabriel García Márquez #fallecidoundíacomohoy
viernes, 12 de abril de 2024
REFLEJOS DE JOAQUÍN BALAGUER, EL ESCRITOR
Aprendí
las primeras nociones de su obra en la clase de literatura dominicana, justo
cuando se aprestaba a convertirse en presidente de la República, luego de un
duro exilio y una guerra civil que desangró al país. El doctor Francisco
Batista era no sólo un admirador político de Joaquín Balaguer, sino un
estudioso de sus ensayos y discursos, que conocía al dedillo, como si él mismo
los hubiera escrito. Con un tono solemne y la emoción contenida de quien
intenta situarse por encima de sus preferencias, nuestro profesor explicaba sus
lecciones siguiendo a pie juntillas laHistoria
de la literatura dominicanade
Balaguer, obra publicada por primera vez en 1956, que muchos leímos sin
remisión hasta aprender la inmensa cantidad de informaciones sobre autores y
obras que contiene, desde la colonia hasta mediados del siglo XX.
En el tiempo que duró el curso de literatura dominicana no me percaté de que me
había sido inoculado el virus de la curiosidad por el escritor Balaguer, a
quien comencé a leer a partir de entonces en viejas ediciones adquiridas en la
Librería Dominicana. Pero nunca lo leí con la obsecuencia del seguidor
incondicional, sino con los ojos abiertos, las dudas, inquietudes y preguntas
de quien desea aprender y busca explicaciones válidas más allá de los
estereotipos y encasillamientos convencionales.
La erudición de Balaguer es su rasgo de escritor que más me impresionó desde el
principio. Cada capítulo de su manual de literatura constituye una lección de
infalible memoria, que sólo afean ciertas erratas en aquella edición de tapas
duras realizada por el inolvidable editor don Julio Postigo. Los ensayos
críticos de Balaguer son un inagotable despliegue de conocimientos que él
enhebra con retórica grandilocuente, cargada de epítetos y valoraciones. Si
bien es cierto que sitúa en un pedestal, no sin razón, a ciertos poetas o
novelistas a quienes ciñe una corona de laureles -Salomé Ureña o Manuel de
Jesús Galván, por ejemplo-, a otros los reduce a figuras irrelevantes hasta
convertirlos en meras fichas cronológicas, o en un coro destinado a cantar en
el Olimpo donde se pasean triunfantes los grandes del parnaso nacional.
La Colección Pensamiento Dominicano, que tan grata acogida tuvo en más
de una generación de lectores, publicó varias antologías preparadas por
Balaguer, cuyos estudios introductorios fueron, durante años, obras de
referencia en mis clases de literatura en el Colegio Loyola, cuando todavía era
un joven profesor ilusionado y lleno de esperanzas. Como escritor cibaeño, muy
orgulloso de una tradición a la que pertenece, Balaguer ha escrito acerca de la
obra de escritores que hoy constituyen figuras cimeras en las historias
literarias del país. Entre los ensayos más conocidos se encuentran el prólogo aLos humildes, de Federico
Bermúdez, que el poeta Héctor Incháustegui Cabral publicó en los primeros
números de la colección de la Universidad Católica Madre y Maestra; yColón, precursor literario(1958), ensayo que figura en el Diario
del navegante, primera obra de la Biblioteca de Clásicos Dominicanos de la
Fundación Corripio.
Guardo buenos recuerdos de la antología, con prólogo de Balaguer, titulada Federico
García Godoy(1951),
escritor que logró interesarme con su interpretación de la época
independentista y la guerra restauradora contenida en suTrilogía patriótica; o el
estudio que elaboró para lasDécimas(1953) de Juan Antonio Alix, poeta de
raigambre popular, del que incluye ciertas composiciones que denomina
"pornográficas" y a quien justifica valiéndose de referencias a las
sátiras de Luciano y a las mofas de Quevedo, un ingenio burlesco y virulento
como ninguno en la España del siglo XVII; y apelando incluso a un aforismo de
Oscar Wilde, que pasó, sin transición, de la exaltación mundana a la amarga
tragedia de la cárcel, y quien por eso mismo dijo que "no hay obras
morales ni inmorales, sino mal o bien escritas".
Balaguer también ha escrito en forma narrativa su propia interpretación de la
historia dominicana, a veces idealizando figuras y momentos específicos, como
lo hizo enEl Cristo de la
libertad(1950), biografía
novelada de aliento romántico sobre la vida del patricio Juan Pablo Duarte, una
apología que me atrajo en la adolescencia, pero que muchos años después, al
releerla, encontré acartonada, hecha para deificar a un héroe que fue el más
humano y generoso de su tiempo y, por tanto, el menos ampuloso y espectacular.
También me gustó, cuando la leí,El
centinela de la Frontera. Vida y hazañas de Antonio Duvergé, de la que
extraje un fragmento para incluirlo en miAntología
de la literatura dominicana(1972),
preparada a petición del doctor Rafael Molina Morillo, entonces Director de
Publicaciones Ahora y cuyo hijo, José Antonio, era mi alumno en el Loyola. Debo
confesar aquí que, al incluir a Balaguer en mi antología, situándolo entre los
narradores dominicanos del siglo XX, daba conscientemente un arriesgado paso
que me exponía a las feroces críticas de los temerarios representantes del
mundillo literario local, tan antibalaguerista en esos años de postguerra.
Durante décadas muy pocos intelectuales nativos le reconocieron su condición de
escritor y creo -con toda la subjetividad que implica el juicio-, que él se
resintió. El hombre que hasta ahora ha gobernado más veces el país, el que ha
permanecido durante más tiempo ligado al poder, el político al que nadie
discute sagacidad ni inteligencia, es al que muchos le han escamoteado lo que
tal vez más anhela: tener un puesto propio en la literatura dominicana, un
verdadero sitial junto a los grandes. Ese desdén generalizado de los coetáneos
hacia él y su obra, sobre todo la poética -considerada por la crítica como la
menos importante en el conjunto de su vasta producción-, es probable que haya
generado esa típica actitud del político Balaguer hacia los intelectuales y
escritores del país, ante quienes, siendo presidente de la República se ha
comportado, salvo raras excepciones, con absoluta indiferencia, o a quienes ha
ignorado por completo, distinguiendo a contados intelectuales de relieve con
cargos diplomáticos o designaciones oficiales significativas.
La obra literaria de Joaquín Balaguer es similar a su propia vida: extensa, variada,
inevitable, continua. Comenzó como poeta arrebatado, con un prólogo que ofrecía
un agudo perfil de las complejidades de su espíritu, y continuó como ideólogo
de la obra de Trujillo, sujeto a las circunstancias, escribiendo libros
apologéticos de la dictadura, mientras seguía su paciente labor de filólogo,
historiador o crítico literario, aquí o en el extranjero, siendo Canciller o
Secretario de Educación, embajador en Colombia o Vicepresidente de la
República. Precisamente en uno de esos libros,Los próceres escritores(1947), refulge con todo su brillo su
obsesión por la política y la literatura, y cada ensayo revela cuáles son, en
verdad, sus pequeños dioses tutelares.
Otro libro,Literatura
dominicana(1950), contiene
estudios que al leerlos me marcaron, sobre todo el de Salomé Ureña, máxima
figura de la poesía dominicana del siglo XIX, quien le ha motivado elogios
extraordinarios; y el de Fabio Fiallo, un poeta que empalidece ante el
escrutinio a que lo somete el crítico literario, cuando lo califica de
"poeta de inspiración refleja", simple epígono de Bécquer y Heine.
Sin embargo, para el propio Balaguer, casi medio siglo después de haber escrito
ese ensayo, la figura de Fiallo tenía otra dimensión. Lo supe en la visita que
me permitió conocerle en su despacho del Palacio Nacional, por gestiones del
buen amigo Jorge Tena Reyes, entonces Subsecretario de Educación y quien hizo
posible la publicación deDos
siglos de literatura dominicana(1996),
antología preparada en colaboración con ese gran artista que fue Manuel Rueda.
Recuerdo muy
bien que esa mañana, el Cardenal López Rodríguez, Tena Reyes, Rueda y yo fuimos
a llevarle los primeros ejemplares de la antología. El doctor Balaguer estaba
feliz con sus libros y no quería que nosotros, los visitantes que habíamos ido
a conversar de todo con él, menos de política, abandonáramos su despacho. En
verdad, hablamos mucho de literatura y en un momento se me ocurrió decirle que
sus libros habían sido obras de consulta para mí desde muy joven. Ante ese cumplido,
que es también un lugar común con el que se sale del paso, él preguntó, con una
vocecita casi inaudible: "¿Cuáles?", y yo le hablé de los libros que
he mencionado y me detuve en el ensayo acerca de Fabio Fiallo, diciéndole que
me parecía que había tratado con dureza al autor deCuentos frágilesyLa canción de una vida. Él,
un poco sorprendido, dijo que consideraba a Fiallo un gran poeta y que le
admiraba mucho, con lo que dejó zanjada la embarazosa situación en que le había
colocado.
Después nos despedimos, él muy sonriente y agradecido de la visita y poniéndose
a las órdenes en lo que pudiera necesitar. Desde entonces no había vuelto a
verle, hasta que hace dos años, por razones de un libro en el que ahora
trabajo, fui a entrevistarle. Lo encontré sentado en su cómodo sillón,
disminuidas sus fuerzas, pero muy lúcido y atento a todo. Hablamos de la visita
a que me he referido y recordaba los pormenores. Deploró la muerte de Rueda,
ocurrida hacía sólo unos meses, y me habló de su obra con palabras de respeto y
admiración, elogiando su dramaRetablo
de la pasión y muerte de Juana la Loca,premiada
en España.
Hay obras de Balaguer que hablan de su amor por los grandes momentos y figuras
históricas, como suGuía
emocional de la ciudad romántica(1944),
en la que subyace, bajo su deslumbramiento frente a los blasones de 'Atenas del
Nuevo Mundo' que ostentó Santo Domingo en la época colonial, su admiración por
la figura paradigmática de frey Nicolás de Ovando, el fiero conquistador que
convirtió en realidad la ciudad amurallada en la margen occidental del Ozama.
Ovando, constructor y pacificador, compendia el ideal de gobernante que
Balaguer emula: un mandatario que erige ciudades al mismo tiempo que impone el
orden con mano férrea, enfrentándose a sus adversarios con una gélida e
impasible actitud.
Los discursos literarios, históricos o educativos de Balaguer, que se cuentan
por decenas, no pueden compararse con su oratoria política. Todo el fuego de su
pasión, toda la energía de su intelecto se dirigen a un punto determinado para
alcanzar una meta, que es lo que ocurre enLa
marcha hacia el Capitolio(1973);
o para defender a veces lo imposible: recuérdese la triste pieza, repetida una
y otra vez hasta el cansancio, que constituye el panegírico leído en el sepelio
de Trujillo, a quien conoció como nadie por haberle servido durante treinta
años, y de quien dejó, enLa
palabra encadenada(1975),
uno de los más certeros retratos del dictador que colaborador alguno haya
escrito. Cuando Balaguer perdió la visión a causa del glaucoma, era todo un
espectáculo verlo y oírlo hablar por televisión durante horas, seguro y
resuelto, diciendo de memoria sus discursos, con fechas y cifras exactas, sin
un solo error.
Balaguer es, pues, un memorioso consumado, un escritor que ha registrado con
paciencia de orfebre una extensa gama de temas y situaciones enraizados en la
realidad histórica del país. Ha escrito libros controversiales, comoLa isla al revés (1983),
reformulación de una vieja tesis suya muy atacada por esa parte de la
intelectualidad dominicana que propugna por un respeto a los derechos de
nuestros vecinos haitianos. Algunos libros ponen de manifiesto su vena
narrativa (Los carpinteros, 1984); otros constituyen, pese a lo
extensos, un resumen apresurado y justificatorio de su trayectoria, como susMemorias de un cortesano de la
'Era de Trujillo'(1988),
posiblemente uno de los más polémicos, con su ominosa página en blanco que pone
el dedo sobre una llaga todavía abierta.
En 1990, Joaquín Balaguer obtuvo, junto a Juan Bosch, el Premio Nacional de
Literatura. Era la culminación de un proceso, un momento largamente esperado,
si no de gloria, por lo menos de reivindicación personal. En el poder o en la
oposición, nunca ha dejado de escribir. Tiene esa constancia inigualable que es
otro de sus grandes méritos indiscutibles. Después de aquel premio, ha seguido
publicando obras cuyas deficiencias tipográficas delatan su ceguera, su
imposibilidad de revisar y corregir él mismo las pruebas de imprenta. Se ha
adentrado en los grandes temas de todos los tiempos; los tópicos más
entrañables de la cultura grecolatina, es decir, los pueblos que admira y
reverencia:España infinita(1997),Grecia eterna(1999) yLa raza inglesa(2000).
La lectura de las obras de Joaquín Balaguer, al margen de cualquier
consideración política, constituye una de las experiencias más aleccionadoras
que podamos imaginar para un escritor dominicano contemporáneo. Ética,
conciencia, responsabilidad histórica y vocación literaria confluyen en su obra
como en un río embravecido, para enseñarnos el camino que podemos transitar y
las asechanzas del poder que tenemos que eludir.
José Alcántara Almánzar
10 de julio de 2002.
El Caribe, suplemento
Pasiones, 23 de julio del 2002.
lunes, 8 de abril de 2024
Octavio Paz y las ideas poéticas contemporáneas
Por Pedro Ovalles
Antes del surgimiento del Modernismo como escuela literaria, si así se le puede llamar, en Latinoamérica las ideas poéticas aún estaban atadas a cierto retoricismo proveniente de concepciones deudoras del mundo grecorromano y que el Neoclasicismo entronizó a través de autores y retóricos como Andrés Bello entre otros pensadores hispanoamericanos.
Rubén Darío es el primero que conforma un corpus teórico que hace posible que las ideas poéticas vayan desembarazándose de los diques de la Métrica como fardo de una Retórica languidecida y prácticamente en desuso.
Este poeta nicaragüense aprovecha el hito que representó un conjunto de vates precursores de las inquietudes del autor de Azul. Me refiero a José Martí, Julián del Casal, Leopoldo Legones, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros.
Oigamos lo que dice Octavio Paz en un magistral ensayo sobre Rubén Darío, que aparece en Cuadrivio: “Los grandes poetas modernistas fueron los primeros en rebelarse y en su obra de madurez van más allá del lenguaje que ellos mismos habían creado. Preparan así, cada uno a su manera, la subversión de la vanguardia…Darío está presente en el espíritu de los poetas contemporáneos. Es el fundador.”
Cuando Darío viaja a Francia y logra compenetrarse con las poéticas de los llamados Poetas malditos, es cuando logra verdaderamente sacudir su reflexión estética y se lanza a la búsqueda afanosa de nuevas sensaciones artísticas, nuevos metros, pues esto da un viso de que comienza por lo menos a entender la poesía no como ritmo musical y medida métrica, lo que había adelantado ya en el terreno de la práctica escritural al publicar Azul.
Pero, definitivamente, es después de hacer contacto con las ideas de Baudelaire, Mallarmé, Verlaine y Rimbaud, entre otros, que estructura el conjunto de ideas estéticas que supone el Modernismo. Darío bebe de la fuente del Simbolismo y otras corrientes estéticas del momento, y es por ello que logra remozar el pensamiento literario hispanoamericano.
Dice Jorge Luis Borges sobre este particular: “Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. Quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar libertador”.
Esa liberación del verso que supone esa escuela literaria ya mencionada: sacarlo del molde frío de la Retórica e imprimirle nuevas sensaciones, nuevos vuelos estilísticos; creación de una prosa poética rítmica, con cierto preciosismo en las imágenes, como podemos apreciar comenzando por Azul y los demás subsiguientes poemarios de Darío: Prosas profanas y otros poemas, Epístolas y poemas, Cantos de vida y esperanza, El canto errante, Poema del otoño y otros poemas, entre otros más.
En un libro de Octavio Paz ya citado en esta breve exposición: Cuadrivio, este autor mexicano explica el alcance y la novedad en Hispanoamérica de las ideas estéticas de Darío. Paz postula que el autor de Cantos de vida y esperanza revoluciona la poesía, abre nuevos senderos en la medida que deja atrás toda una práctica poética enclaustrada en lo que ya hemos llamado clasicismo inoperante.
Pero oigamos lo que dice Enrique Anderson Imbert a propósito de lo antes expresado: “Rubén Darío dejó la poesía diferente de como la había encontrado: en esto, como Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Lope, Góngora y Bécquer. Sus cambios formales fueron inmediatamente apreciados. La versificación española se había reducido, durante siglos, a unos pocos tipos. De pronto, con Rubén Darío se convirtió en orquesta sinfónica. Dio vida a todos los metros y estrofas del pasado, aun a los que sólo ocasionalmente se habían cultivado, haciéndolos sonar a veces con imprevistos cambios de acento; y además inventó un lenguaje rítmico de infinitas sorpresas, sin salir de la versificación regular. No sólo desarrolló todas las posibilidades musicales de la palabra, sino que para cada estado de ánimo usó el instrumento adecuado. Leyéndolo uno educa el oído; al educarlo, más planos sonoros aparecen en el recitado. Por su técnica verbal Darío es uno de los más grandes poetas de todos los tiempos; y, en español, su nombre divide la historia literaria en un "antes" y un "después".
A partir de ahí, tanto en Europa como en nuestro hemisferio, germinan los distintos movimientos de vanguardia. Surge, entonces, un permanente contacto de los poetas hispanoamericanos con lo más novedoso en materia de ideas poéticas en Europa. El propio Darío, cuando visitó a Francia, bebió de esa corriente vanguardista, inquietud que trasplantó a nuestra América como primer germen de sacudimiento creativo y renovación de la poesía hispanoamericana.
En el libro de Paz antes mencionado aparecen estas premoniciones, y el autor de Piedra de sol dice que Darío es el primer hispanoamericano que revoluciona la Lengua Española, por atreverse a romper con ciertas amarras que impedían que la poesía de Hispanoamérica se conectara con lo más vivo o con lo más novedoso del Viejo continente.
Paz se atrevió a decir que la Lengua Española no fuera lo que es actualmente si no hubiese tenido, aquí en nuestro continente americano, un Rubén Darío; como tampoco nuestro idioma castellano fuera lo que es sin los atrevimientos de Góngora y Quevedo. Quiere decir: que aquí en Latinoamérica, según podemos colegir de Paz, Darío es el pionero y el mayor renovador de la poesía hispanoamericana.
Para terminar con esta idea basta oír lo que expresa Federico García Lorca de Darío en El Sol de Madrid (30 de diciembre de 1934) en un diálogo que sostuvo con Pablo Neruda. Oigamos: “Como poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a Valle Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas mallorquinas, Darío paseó la tierra de España como su propia tierra”.
Fue a partir de ahí que surgieron los distintos movimientos de vanguardia en nuestro hemisferio y sale a la luz el Creacionismo de Vicente Huidobro, entre otras vanguardias poéticas, fundándose entonces el clima propicio para plantearse el sacudimiento definitivo que hoy en día presenta el quehacer poético de principios del siglo XXI.
Ese grado de libertad estética e ideológica que reina dentro de los creadores de la poesía hispanoamericana actual, tiene, fuera a parte del precedente antes señalado (Darío y los demás poetas precursores del Modernismo y creadores y estetas posmodernistas), en el poeta y autor mexicano Octavio Paz, y fue en el 1956 cuando este bardo azteca publicó el famoso ensayo El arco y la lira.
Los ensayos que constituyen dicha obra reflexiva crearon un revuelo en los países del hemisferio, a tal punto que sirvió de aguijón para que se hiciera lo posible de instaurarse, en cada una de las generaciones subsiguientes, y a todo lo largo de los países hispanoamericanos, conciencia reflexiva de la creación artística, de la experiencia y experimentación poéticas, tal y como lo dice Paz en el libro de ensayos aludido, y se trazara la diferencia entre verso y prosa, entre poema y poesía.
Es por ello, pues, que se entendió el acto poético como una revelación cuyo hecho tiene su fundación en y por el lenguaje. El texto poético como hecho de lengua tiene su impronta en el proceso de comunión entre el cultor y su sociedad, entre la lengua oral y la propia mismidad desvelada del sujeto creador.
Oigamos lo que dice paz sobre este particular: “El poema se apoya en el lenguaje social o comunal, pero ¿cómo se efectúa el tránsito y qué ocurre con las palabras cuando dejan la esfera social y pasan a ser palabras del poema? Filósofos, oradores y literatos escogen sus palabras. El primero, según sus significados; los otros, en atención a su eficacia moral, psicológica o literaria. El poeta no escoge sus palabras. Cuando se dice que un poeta busca su lenguaje, no quiere decirse que ande por bibliotecas o mercados recogiendo giros antiguos y nuevos, sino que, indeciso, vacila entre las palabras que realmente le pertenecen, que están en él desde el principio, y las otras aprendidas en los libros o en la calle. Cuando un poeta encuentra su palabra, la reconoce: ya estaba en él. Y él ya estaba en ella. La palabra del poeta se confunde con su ser mismo. Él es su palabra. En el momento de la creación, aflora a la conciencia la parte más secreta de nosotros mismos. La creación consiste en un sacar a luz ciertas palabras inseparables de nuestro ser. Ésas y no otras. El poema está hecho de palabras necesarias e insustituibles”.
Paz postula que la especificidad de la poesía se basa en el lenguaje y no en el tema, lo que es extensivo a todo texto literario. Plantea meridanamente la primacía del lenguaje como la herramienta que hace potencial que un texto literario sea tal, descartando, implícitamente, las ideas de la llamada Literatura comprometida, entreverada ésta en una ideología que olvidó que antes de cualquier otra cosa el texto poético debe presentar innovación en el lenguaje empleado; y no por un tema cualquiera de resonancia mediática, aunque fuera o sea de actualidad, ya el poema, o el cuento, o el drama, debe ser concebido como obra de trascendencia, de valor, o que deba permanecer artísticamente hablando.
Sin lugar a dudas, concluyo, las reflexiones de Paz en sus diferentes libros de teoría y crítica literaria, hicieron nacer un despertar crítico, y el acto mismo de la creación poética, en Hispanoamérica, de ahí en adelante siguió siendo y lo es, y termino con unos versos de Rubén Darío: “Potro sin freno se lanzó mi instinto, /mi juventud montó potro sin freno; /iba embriagada y con un puñal al cinto; /si no cayó, fue porque Dios es bueno”.