Sr. Andrés L. Mateo
Premio Nacional de Literatura 2004
Palabras de Agradecimiento
Señoras y Señores:
En la misa de cuerpo presente que
se le hizo al general Ludovino Fernández, en la iglesia San Juan Bosco, el 14
de abril de 1958, el niño que movía el incensario era yo. Trujillo había
llegado despacio y se había colado en silencio a mis espaldas. En uno de los
giros que daba al incensario el rostro de Trujillo apareció súbitamente ante
mis ojos. Yo era tan solo un niño, frente a ese falso infinito que su humanidad
desplegaba, mi rostro de muchacho se extasiaba como en la relación que se
establece entre Dios y el hombre. Dios es como un prójimo, pero Trujillo era un
Dios distante que no estaban inscrito en las cosas, como el Dios de los
místicos, de que habla San Juan de la Cruz. Con su cara rosada, maquillado para
alejarlo del común de los mortales, sus medallas deslumbrantes desviaban a la
luz de los cirios. En el fondo del cielo de su grandeza, esa presencia no me
concernía. Yo era una brizna, una insignificancia, frente a un ser tan superior
como él, un signo celeste, que se movía incómodo en el poco de humanidad que le
quedaba. Pero mis ojos de niños lo cifraron. Sin saber por qué tenía el
presentimiento de que algún día lo describiría. Entonces inicié la vanidad
sublime y cándida de descubrir las palabras, el lazo de los soliloquios que me
llevaría a ser escritor. ¿Por qué las palabras se expandían reviviendo las
acciones, y empinando sobre la majestad de los hechos el hormiguero de un mundo
inventado? ¿Quién gobierna esas hilachas milagrosas de sonidos que salen de
nuestras bocas, y que ponen en funcionamiento la complejidad del pensamiento
humano? ¿Por qué las palabras tienen ese espesor infinito, esa magia que
permite hacer regresar el pasado, construir el presente y desteñirse sobre las
cosas como si fueran ellas las que inventaran la realidad?
Las
palabras son el medio que nos permite apropiarnos de la realidad, es a través
de ella que ordenamos nuestras experiencias en el mundo objetivo y subjetivo,
son ellas las que nos permiten aprovechar la experiencia de los demás. En su
libro “Esencia de la poesía” Horderlin dice que la palabra es el más inocente
de los dones que Dios ha dado al hombre, pero al mismo tiempo, según él, el más
peligroso e impredecible. En la “Era de Trujillo” la palabra era potencialmente
peligrosa, la característica más sobresaliente de ese régimen era la
polarización entre la vida y la palabra. Y aquel niño que movía el incensario,
sólo mucho después, intentaría definir y el labio hinchado de poder y soberbia
del déspota más engreído de la historia americana.
Soy
producto de la movilidad social de los años sesenta. Vengo de esas jornadas.
Tras la caída de la tiranía se abrió el esplendor de un discurso humanista.
Trujillo nos había separado de las corrientes del pensamiento universal. Los
que entonces éramos jóvenes habíamos creídos en el simplismo épico de dividir
la sociedad entre trujillistas y antitrujillistas. Pero esa última inocencia
estalló abriendo un espacio de injurias a nuestros ideales, y tejiendo los
primeros tormentos de un largo martirologio.
Con
la desaparición de Trujillo quitamos los cerrojos de los labios, hicimos
poemas, contamos historias, nos desgarramos gritando el sueño de una
reconquista de nosotros mismos, casi perdidos y tomados por los bríos del
ideal, con las camisas en llamas, jurando exterminar la explotación del hombre
por el hombre.
Entonces
fuimos comunistas.
Todos
los fetiches del alma los inscribimos en nuestras banderas, y encaramos en el
eje de las revoluciones que azotaban los pueblos del continente americano en
esa década ardiente, vimos morir a muchos “subiendo las escarpadas montañas de
Quisqueya”, desaparecidos en las cárceles, fusilados en parajes inhóspitos,
cazados como bestias en el asfalto de las cuidades, o vendidos, simplemente
entregados, domesticados y despojados del escozor de las antiguas subversiones,
que es, también, otra forma de morir.
Atribulados
por la extensión del alba, los del sesenta vieron desmoronarse, en un breve
lapso de tiempo, el ideal comunista. Poco más de diez siglos de pensamiento
revolucionario se vinieron abajo junto con la caída estrepitosa del muro de
Berlín. A todos nos vistieron de cenizas, en el mundo unipolar que escarnece
los sueños. Todos nos quedamos agitando pañuelos en la noche, buscando nuevas
palabras para vestir esfinges, esculpiendo la ironía básica que nos permitirían
entender los terribles caminos que se abrían por delante. Era el vacío
ensordecedor lo que nos cercaba. Todo se desplomaba para nosotros. De derrumbe
en derrumbe, el reencuentro fija hoy la adolorida memoria de las grandes
pérdidas. Náufragos, sobrevivientes, argonautas de las decepciones, los del
sesenta estamos también aquí. Ya no somos los mismos, y pese a que tampoco le
asignamos a la muerte esa clarividencia que la vida no tiene, todo nuestro
vivir, queramos o no, está entretejido en ese pasado.
Yo
mismo, que recojo hoy este Premio Nacional de Literatura no he escrito una sola
línea en mi vida que no esté en relación con todos esos acontecimientos que se
desataron en el país después de la muerte de Trujillo, porque fue bajo la
mirada negra y cejuda del desconsuelo que nosotros descubrimos el horror, la
mentira y el crimen. Los del sesenta salieron a buscar su lugar en el mundo,
quizás todo lo que nuestras almas anhelaban se resumía en el descubrimiento
alborozado de la palabra libertad, y en rebelde gesto de pedir la justicia.
Hoy
ya no hay trapos sagrados que defender. Todo se compra y se vende. No hay
principios, sino estrategias. Se desandan los pasos, incluso el pasado nos da
miedo. Se reescriben los libros airados, o se borran los grafemas. No hay
canallas, sino diferencias cuantitativas entre los actos humanos. La
posmodernidad lo ha relativizado todo. ¿No es, acaso, la indolencia, el
abandono, la bandera que capitanea los sueños del individualismo posmoderno?
¿Qué puede decir un poeta, un escritor, a una sociedad que apaga los fueguitos
del alma desbordando el cerco esquivo de su vida interior, con los artefactos
asombrosos de la postmodernidad?
Leyendo
al más divertido de todos los filósofos postmodernos, el norteamericano Richard
Rorty, a quien los círculos académicos llaman el “filósofo de la paradoja”, he
encontrado algunas ideas que podrían reconciliarnos con el papel de la literatura
en el mundo de hoy. Según Rorty, en el mundo postmoderno es necesario una
readaptación de la filosofía, porque el ideal de cultura habrá de ser el poeta
y no el científico. Rorty piensa que en las nuevas condiciones no nos serán muy
útiles los filósofos tradicionales. En el sentido del sujeto individual, la
postmodernidad es la creación de uno mismo. Y siendo así, lo que necesitamos
son poetas, narradores, que nos ofrezcan ejemplos de autotransformación, y
también nuevas metáforas para imaginarnos a nosotros mismos. Rorty acude a la
vieja categoría de la Poeysis griega, asignándole a la creatividad un rol
indesterrable en la idea que tenemos de lo que es la verdadera condición
humana.
La
lectura de Rorty puede producir extrañeza, pero lo más sorprendente es que en
su sistema, la literatura encuentra una justificación de existencia en la
postmodernidad. Incluso la ciencia es un género de la literatura, que edifica a
través del lenguaje los cimientos de la autotransformación. Yo, un hombre
emergido de los años sesenta, se regocija esta noche por haber encontrado que
lo que ha hecho durante toda su vida, tiene lugar en el mundo de hoy, aunque
sea a costa de los filósofos, que a fin de cuentas son siempre, también, un
poco poetas. Esto solo daría significado a la noche, como un rojo farol que se
enciende para alentar a los cientos de miles de poetas y escritores
deshilvanados en el mundo, que sienten sobre sus cabezas el sentimiento de
inutilidad que le prodiga su tiempo.
Quiero
agradecer a la Fundación Corripio por haber instituido estos Premios Nacionales
como una forma de estimular el trabajo creativo de nuestros intelectuales. Y
agradecer, de todo corazón a mi amigo el profesor de la Universidad de Puerto
Rico Miguel Ángel Fornerin, la deferencia de haberse trasladado a la República
Dominicana, especialmente para leer mi semblanza. Un premio como este permite
unificar todos los momentos diversos de la vida de un escritor. Yo soy casi
viejo, tengo derecho al inventario. Ahora estoy en San Juan Bosco, leyendo a
los griegos por primera vez, en una edición que el padre Ernesto Buzón puso en
mis manos. Por mi mente cruza el club Serra Aliés, en la calle Enriquillo,
donde el grupo La Isla se reunía a mediado de los años sesenta, todos los
sábados y domingo, a discutir la última lectura o a leer el último cuento, o
poema, escrito con el criterio de que el arte no tenía su razón de ser en sí
mismo. Me veo caminando por la calle El Conde, junto a Jacke Viau Renaud
asomándose a la vida sin demasiadas esperanzas. Veo mis puñitos rosados alzados
contra el miedo en las calles insurrectas de Santo Domingo. René del Risco me
mira con sus arrebatos, su majestad, su orgullo y su gusto por lo sublime. Juan
Sánchez Lamouth, estrafalario, me espera en la escalinata de la biblioteca
Froilán Tavárez, lleva hora esperándome, afanoso porque me quiere leer el
último verso de su cosecha que, según él, ningún otro poeta podrá jamás
superar. Es sábado y tengo que reunirme con Tony Raful, no el Secretario de
Cultura, sino aquel muchacho febril, lector voraz, que sobre la verja del
dispensario antituberculoso del barrio mejoramiento social, hablaba como
haciendo poesía siempre. Tengo prisa por que Miguel Alfonseca leerá unos poemas
en la Logia Cuna de América, y le he prometido que asistiré. Norberto James, el
cocolo, me visitará para leerme su nuevo poema “Los inmigrantes”, una epopeya
caribeña de sus ancestros, seres de caras tristes que vinieron del sur de
martinica.
Hoy
puedo ser múltiple, puedo ir y venir en el tiempo, soy yo quien puede elegir el
emplazamiento y los límites, incluso vivir fuera del mundo, bajo las aguas
silenciosas e indiferentes, como el Dios oriental, en el corazón de un tallo de
loto. Aunque todo sea innecesario porque hoy, al recibir este premio, creo que
sigo siendo aquel niño que se quedó moviendo el incensario para toda la vida,
buscando en su mente la palabra precisa que le permitiera describir el aura
milagrosa del tirano.
Muchas Gracias. –
Teatro Nacional
23 de febrero de 2004


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