La invención de la soledad
Paul Auster
(Fragmento)
Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y los paquetes de preservativos en cajones llenos de ropa interior y calcetines? ¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos de tinte para el pelo escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan cosas que uno no quiere ver, no quiere saber. Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo horrible. Por sí mismas, las cosas no significan nada, como los utensilios de cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra, vivir o morir. Y una vez que ha llegado la muerte, todo es absolutamente inútil.
Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me sentía como un intruso, un ladrón saqueando los lugares secretos de la mente de un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en cualquier momento, me miraría con incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No parecía justo que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida privada.
Un número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de visita decía: «H. Limeburg. Todo tipo de cubos de basura». Fotografías de la luna de miel de mis padres en las cataratas del Niágara, en 1946: mi madre sentada con nerviosismo sobre un toro, posando para una de esas fotos cómicas que nunca resultan cómicas. Una súbita sensación de qué irreal que había sido la vida, incluso en su prehistoria. Un cajón lleno de martillos, clavos y más de veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y las tarjetas de felicitación que recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego, enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con iniciales grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o mirado en más de quince años.
La lista es interminable.
Pronto me di cuenta de que mi padre no había hecho casi ningún preparativo para marcharse. Los únicos signos de su inminente mudanza que encontré en toda la casa fueron unas pocas cajas de libros, todos triviales (un atlas desactualizado, una introducción a la electrónica de hacía cincuenta años, una gramática de latín del bachillerato, viejos compendios de leyes). Eso era todo. No había cajas vacías aguardando que las llenaran, ni muebles para regalar o vender; ningún acuerdo con una compañía de mudanzas. Era como si no hubiera podido enfrentarse a ello. Había decidido morir, antes que vaciar la casa. La muerte era una evasión, la única huida legítima. Sin embargo, yo no podía escapar; había que ocuparse de todo y nadie más que yo podía hacerse cargo. Durante diez días ordené sus cosas, desocupé la casa y la dejé lista para la llegada de sus nuevos dueños. Fueron unos días horribles, aunque con momentos curiosamente cómicos; unos días de decisiones atolondradas y absurdas sobre qué vender, qué tirar y qué regalar. Mi esposa y yo compramos un gran tobogán de madera para Daniel, nuestro hijo de dieciocho meses, y lo montamos en la sala. El disfrutaba del caos: lo revolvía todo, se ponía pantallas de lámparas como sombrero, desparramaba fichas de póquer de plástico por toda la casa y corría por los amplios espacios de las habitaciones cada vez más vacías. Por la noche, mi esposa y yo nos echábamos bajo colchas monolíticas a ver malísimas películas por televisión, hasta que también se llevaron el televisor. La caldera no funcionaba bien, y si olvidaba llenarla de agua podía estropearse del todo.
Una mañana nos despertamos y descubrimos que la temperatura de la casa había bajado a menos de cinco grados. El teléfono sonaba veinte veces al día y veinte veces al día tenía que informar a alguien de la muerte de mi padre. Me había convertido en un vendedor de muebles, un peón de mudanzas y un mensajero de malas noticias.
La casa parecía el escenario de una vulgar comedia de costumbres. Los parientes venían a pedir un mueble o un artículo de la vajilla, se probaban los trajes de mi padre y vaciaban las cajas mientras hablaban sin cesar como cotorras. Los subastadores venían a examinar la mercancía («Nada tapizado, no valen un céntimo»), fruncían la nariz y se marchaban. Los basureros entraban con sus pesadas botas y sacaban montañas de basura. El hombre del agua vino a leer el contador del agua; el del gas, el contador del gas; el del petróleo, el contador del petróleo. Uno de ellos, no recuerdo cuál, había tenido problemas con mi padre hacía años y me dijo con un aire de brutal complicidad:
—No me gusta decir esto —en realidad le encantaba—, pero su padre era un asqueroso cabrón.
La encargada de la inmobiliaria vino a comprar algunos muebles para los nuevos dueños y acabó llevándose un espejo para ella. La dueña de una tienda de objetos exóticos compró los sombreros antiguos de mi madre. Un trapero vino con cuatro ayudantes (cuatro negros llamados Luther, Ulysses, Tommy Pride y Joe Sapp) y cargaron en sus carros desde un juego de pesas a una tostadora rota. Cuando acabaron, ya no quedaba nada. Ni siquiera una postal. Ni siquiera un pensamiento.
Sin duda el peor momento de aquellos días fue cuando salí al jardín bajo una lluvia torrencial a cargar un montón de corbatas de mi padre en la camioneta de una institución benéfica. Debía de haber más de cien corbatas y yo recordaba varias de mi infancia: los dibujos, los colores y las formas habían quedado grabadas en mi conciencia temprana con la misma claridad que la cara de mi padre. Verme a mí mismo deshaciéndome de ellas como del resto de la basura se me hizo intolerable y fue entonces, en el preciso momento en que las deposité en la camioneta, cuando estuve más cerca de las lágrimas. El acto de desprenderme de las corbatas parecía simbolizar para mí el verdadero funeral, más que la visión del ataúd al ser colocado en el foso. Por fin comprendí que mi padre estaba muerto.
Ayer, una niña de la vecindad vino a jugar con Daniel. Es una pequeña de unos tres años y medio que acaba de aprender que los adultos también han sido niños y que incluso su madre y su padre tienen padres. De repente, la niña levantó el teléfono e inició una conversación simulada, luego se volvió hacia mí y dijo:
—Paul, es tu padre. Quiere hablar contigo.
Fue horrible. Por un instante pensé que había un fantasma al otro extremo de la línea y que realmente quería hablar conmigo.
—No —dije por fin de forma abrupta—, no puede ser mi padre. Hoy no puede llamar porque está en otro sitio.
Esperé a que colgara el teléfono y salí de la habitación.
En el armario de su dormitorio había encontrado cientos de fotografías, algunas dentro de sobres de papel Manila, otras pegadas a las páginas arrugadas y negras de álbumes y otras más sueltas, desparramadas por los cajones. Por la forma en que las guardaba, deduje que nunca las miraba, y que probablemente incluso habría olvidado que estaban allí. Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía: «Los Auster. Esta es nuestra vida» y estaba completamente vacío. Alguien, sin duda mi madre, había encargado el álbum, pero nadie se había tomado la molestia de llenarlo.
Una vez de vuelta en casa, me puse a examinar las fotografías con una fascinación casi obsesiva. Las encontraba irresistibles, valiosas, algo así como reliquias sagradas. Tenía la impresión de que podrían ofrecerme una información que yo no poseía, revelarme una verdad hasta entonces secreta, y estudié cada una de ellas con atención, fijándome en los más mínimos detalles, la sombra más insignificante, hasta que todas las imágenes se convirtieron en una parte de mí mismo. No quería que nada se me escapara.
La muerte despoja al hombre de su alma. En vida, un hombre y su cuerpo son sinónimos; en la muerte, una cosa es el hombre y otra su cuerpo. Decimos: «Éste es el cuerpo de X», como si el cuerpo, que una vez fue el hombre mismo y no algo que lo representaba o que le pertenecía, sino el mismísimo hombre llamado X, de repente careciera de importancia. Cuando un hombre entra en una habitación y uno le estrecha la mano, no siente que es su mano lo que estrecha, o que le estrecha la mano a su cuerpo, sino que le estrecha la mano a él. La muerte lo cambia todo. Decimos «éste es el cuerpo de X» y no «éste es X». La sintaxis es completamente diferente. Ahora hablamos de dos cosas en lugar de una, dando por hecho que el hombre sigue existiendo, pero sólo como idea, como un grupo de imágenes y recuerdos en las mentes de otras personas; mientras que el cuerpo no es más que carne y huesos, sólo un montoncillo de materia.
El descubrimiento de esas fotografías fue importante para mí porque parecían reafirmar la presencia física de mi padre en el mundo, permitirme la idea ilusoria de que aún estaba allí. El hecho de que muchas de estas fotografías eran totalmente desconocidas para mí, sobre todo las de su juventud, me daba la extraña sensación de que lo veía por primera vez y de que una parte de él comenzaba a existir ahora. Había perdido a mi padre; pero al mismo tiempo lo había encontrado. Mientras mantuviera aquellas fotografías ante mi vista, mientras las siguiera contemplando con absoluta atención, sería como si estuviera vivo, incluso en la muerte. Y si no vivo, al menos tampoco muerto; más bien en suspenso, encerrado en un universo que no tenía nada que ver con la muerte y en el cual la muerte nunca podría entrar.


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